El acuerdo de Esquipulas II, firmado el 7 de agosto de 1987 por los presidentes centroamericanos, marcó el principio del fin de los sangrientos conflictos armados internos y abonó a la desmilitarización de la región por medio de una reducción drástica del armamento y de las fuerzas militares. Veinticinco años después, Centroamérica está siendo sacudida por una nueva ola de violencia. El avance del crimen organizado relacionado con el narcotráfico, en conjunto con los altos índices de pobreza que afectan a la gran mayoría de la población, ha convertido a nuestros países en parte de la ruta del tráfico de drogas hacia Estados Unidos. Particularmente, Honduras, Guatemala y El Salvador han alcanzado índices de violencia y criminalidad que los sitúan entre los países más violentos del mundo.
Según William Brownfield, secretario de Estado adjunto de la Oficina de Asuntos Internacionales de Narcóticos de Estados Unidos, hoy en día la amenaza más grande para su país se ha mudado a Centroamérica, "donde los traficantes y las pandillas criminales facilitan el flujo de hasta el 95% de toda la cocaína que llega a territorio norteamericano". Con el propósito de combatir el problema, el Gobierno estadounidense ha implementado políticas que le dan un papel preponderante a la fuerza militar. Como si la experiencia de México no fuera lo suficientemente traumática y no alertara sobre el fracaso de esa vía, el modelo de militarizar el combate al narcotráfico ha sido extendido a nuestros países, lo que ha elevado exponencialmente el número de víctimas.
Como se ha denunciado en reiteradas ocasiones, la militarización de la seguridad pública puede traer como una de sus más graves consecuencias la violación a los derechos humanos fundamentales. Los tristes hechos de la semana pasada en Guatemala muestran lo que puede suceder cuando se encomienda al Ejército labores de seguridad pública que solo deberían ser desempeñadas por la Policía, formada especialmente para estas tareas. El Gobierno guatemalteco envió tropas para que se enfrentaran a los indígenas que habían bloqueado carreteras en protesta por algunas medidas de la administración del general Otto Pérez Molina. Se optó, así, por la represión armada frente a las demandas legítimas de 48 cantones indígenas; demandas que debieron ser escuchadas. De acuerdo a los hermanos jesuitas que trabajan en la zona, este trágico suceso, en el que murieron por lo menos 8 personas, no es un hecho aislado, sino que se enmarca en una política de Estado respaldada por grupos de poder que discriminan a los pueblos indígenas.
Desde la UCA nos unimos al dolor del pueblo quekchí de Totonicapán y, junto a los jesuitas que trabajan en Guatemala, exigimos justicia y una explicación creíble, no la versión oficial plagada de contradicciones que ha circulado en los medios de comunicación (en cuanto se dice que los soldados estaban desarmados, se afirma que dispararon al aire). Asimismo, hacemos un llamado a la reflexión en El Salvador, para que se caiga en la cuenta del peligro que representa la militarización de la seguridad pública, que lejos de reducir la criminalidad contribuye a que la violencia siga aumentando en la región.