En torno a estos días, entre octubre y noviembre, han salido a luz tres textos que pueden ayudarnos a pensar en y desde El Salvador. El primero, el libro De la filosofía de la educación, en el que David López, su autor, se pronuncia por una universidad comprometida con la transformación de nuestras sociedades. El segundo, un poemario, Los más bajos fondos, de Salvador Juárez, en el que todo respira esperanza, precisamente desde esos bajos fondos que la enferma sociedad salvadoreña relega al olvido y a la desesperación. Y finalmente, todavía por presentar, el estudio La esperanza viaja sin visa, fruto de una investigación colectiva dirigida por Mauricio Gaborit y en el que se exploran las motivaciones y los procesos de decisión de los jóvenes de entre 15 y 24 años que se lanzan con sus sueños hacia el Norte.
En los tres libros late el mismo deseo de aportar conocimiento transformador al país. Y de alguna manera los tres expresan ideas que nos llevan a pensar que el futuro de El Salvador o se construye desde abajo y desde dentro de los problemas, o seguirá siendo un futuro miserable, violento, dividido y necesariamente migratorio. Por largas décadas, hemos vivido ingenuamente de esplendores falsos, cantados y contados con voces compradas y con frecuencia monofónicas. La libertad de expresión, que hoy aflora con más fuerza, pero todavía a través de caminos estrechos, ha estado durante demasiado tiempo amordazada. El poder económico, político, militar y mediático, juntos a veces y por turnos en otras ocasiones, se han encargado de vendernos un país en el que casi todo es falso. Incluso la única frase cierta y comúnmente aceptada, que repite que lo mejor de El Salvador es su gente, se pronuncia con frecuencia desde la satisfacción de quienes creen que han domesticado a la opinión pública con sus propagandas.
Estos tres libros, literatura seria y comprometida con este país demasiado abundante en bajos fondos, nos dicen otra cosa desde sus muy distintas perspectivas. Hay empeño, deseo de construir futuro desde una racionalidad solidaria y capacidad de entrarle a los problemas con hondura y con sensibilidad ante el dolor de las grandes mayorías. Y todavía más: nuestra gente tiene la capacidad de pensar, de aguardar esperanzadamente e incluso de sorprender. Mientras los políticos debaten intereses particulares, los salvadoreños se mueven en direcciones muy opuestas. Tienen un interés genuino en que los problemas de todos se resuelvan entre todos, y no quieren excluir de las soluciones a nadie. Ni siquiera a los ricos de El Salvador, aunque estos tengan de hecho y por principio la tentación, y la caída en la misma, de excluirse de la ciudadanía normal y de a pie. Exclusión construida sobre privilegios, lujos, muros alambrados de residenciales protegidas, donde las calles son propiedad privada y donde reposa, como en las antiguas fortalezas medievales, la convicción absoluta de que su liderazgo promotor de desigualdad es lo mejor para el país.
Esta voluntad de reconstruir desde el conocimiento, la solidaridad y los sentimientos profundos de humanidad que los libros mencionados mantienen en sus páginas, muestra un camino todavía no emprendido por todos. Tenemos recursos intelectuales y sociales para transformar este país clasista y casi estructurado en castas. Falta todavía construir acuerdos, potenciar voces, unir esperanzas. La producción de pensamiento anima, porque es signo de vida. Pasar del pensamiento a la acción es la tarea de todos los que no queremos la brutalidad de los desalojos en el centro de San Salvador, ni la economía informal que el egoísmo de unos pocos, la corrupción y el abandono nos han dejado como herencia. Reflexionar, debatir, construir proyectos de realización común desde las necesidades y esperanzas de las grandes mayorías es el único camino justo de desarrollo.