Una vez más, una intensa tormenta ha causado graves daños en el territorio nacional, siendo El Salvador el país en el que Julia dejó el mayor número de víctimas humanas a su paso por Centroamérica. Diez vidas que no se habrían perdido de haberse actuado con mayor cuidado y previsión ante la llegada de la tormenta. Como se ha podido observar, estos fenómenos climáticos son cada vez más frecuentes e intensos. La elevación de las temperaturas facilita la generación de eventos ciclónicos. Las miopes decisiones de la humanidad y el modelo de desarrollo depredador han provocado un cambio climático de graves consecuencias para la vida en el planeta, a pesar de que todavía muchos se niegan a aceptarlo.
Ha sido sobrecogedor ver cientos de viviendas prácticamente bajo el agua y pensar en las familias que perdieron todo lo que en sus casas habían ido atesorando. Se han quedado sin nada: sin ropa, sin camas, sin electrodomésticos, sin muebles, sin vehículo, sin medios de vida. Causan gran desazón las imágenes de amplios campos de cultivo inundados, con la consecuente pérdida del fruto de meses de trabajo, cientos de miles de quintales de maíz y frijol que eran la esperanza de muchas familias campesinas y que alimentarían a la mayoría de la población salvadoreña. Miles de familias tendrán que volver a empezar de cero.
Pero la tormenta Julia, al igual que otras anteriores, no ha causado el mismo daño a todos los salvadoreños. Las damnificadas son siempre las familias pobres, las que viven en las laderas y en las riberas de los ríos, las que habitan en colonias y barrios con sistemas de drenaje mal construidos o simplemente improvisados, las que viven en champas porque sus recursos no alcanzan para más. Familias que no logran salir de la pobreza porque periódicamente, como si de una maldición se tratase, un temporal o un terremoto les arrebata todo. Familias que viven en permanente inseguridad no solo por la criminalidad o la falta de una fuente de ingresos estables, sino por la vulnerabilidad socioambiental de El Salvador.
En nuestra sociedad, es una creencia extendida que que no hay nada que hacer ante estos eventos, que los daños son inevitables, porque son voluntad de Dios. Nada más lejos de la realidad. Por supuesto, no se puede evitar que sucedan tormentas o terremotos, pero sí que ocasionen daños. Si bien el cambio climático es una realidad con la que el mundo debe aprender a vivir y que afecta más a las personas y países más pobres, es posible y necesario prepararse y adaptarse al mismo, lo que demanda nuevos modos de organizar y proteger la vida. En el caso de El Salvador, se requiere de un sólido sistema de protección civil, tanto a nivel local como nacional, que tenga bien mapeado los territorios, que conozca los lugares susceptibles de inundación y deslave, que planifique e invierta en obras de protección y en la reubicación de asentamientos hacia terrenos más seguros, que cuente con comités de emergencia y organizaciones municipales capaces de organizar la evacuación de zonas de alto riesgo y facilitar un hogar temporal mientras dure la amenaza.
La dura experiencia de la tormenta debería servir para tomar consciencia de ello e impulsar un proceso que conduzca a la elaboración de un plan integral de protección y prevención ante fenómenos naturales, pensando en primer lugar en los grupos sociales más vulnerables. Sin embargo, eso no sucederá: a diferencia de los desastres, la planificación y la prevención no generan fotos impactantes.