Ver el rostro del otro, del pobre, del excluido

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Después de una campaña amarga, condimentada con insultos y temores, estamos disfrutando un ligero tiempo de paz, sólo interrumpido por ciertas formas de basura periodística y empresarial, empecinadas en seguir manipulando en las elecciones. Esperemos que sea de esos silencios creativos en que, alejados del ruido de la propaganda, podamos pensar serenamente en las necesidades de nuestra patria. Y ver, como nos recordaba la Iglesia en Puebla, los rostros de los campesinos excluidos de las redes de protección social, los rostros de los ancianos sin pensión y sin reconocimiento de todo lo que han hecho por El salvador, los rostros de niños maltratados y sin protección, los rostros de las mujeres, víctimas del machismo y la consecuente marginación.

Porque si para algo sirven los tiempos de silencio es para darnos cuenta de que no estamos solos. Que el sentido de nuestras vidas solamente adquiere plenitud en la medida en que pensamos en los demás. Frente a un mundo que agarra a la fuerza, quita y desposee para satisfacer las ambiciones y los lujos de unos pocos, el Evangelio nos dice que hay más felicidad en dar que en recibir. La cultura consumista nos impide escucharlo, como también a veces nos lo impide esa baraúnda propagandista previa a las elecciones, que trata de dividir en dos a un país que sólo puede levantase en la medida en que esté unido. Pero en el silencio, la voz de la conciencia sigue sonando y recordándonos que sólo merece la pena vivir si somos capaces de contemplar a los demás como hermanos. Especialmente a aquellos a quienes el mundo les niega la hermandad, excluyéndolos del bienestar básico que corresponde a su dignidad de personas.

Este recuerdo de los pobres nos llevará inmediatamente a tocarnos la propia conciencia. En El Salvador sigue habiendo un alto porcentaje de gente en pobreza, en torno al 40%, y un número mayor todavía que sufre alguna de las formas de exclusión vinculadas a la pobreza. El modelo de desarrollo es todavía demasiado injusto y vulnerable. Injusto porque es un desarrollo que beneficia mucho más a unos pocos que a las grandes mayorías, y crea graves diferencias sociales. Vulnerable porque las diferencias sociales y la pobreza impiden la confianza y la cohesión social que necesita el verdadero desarrollo humano. Vulnerable también porque cualquier catástrofe que nos sobrevenga, llámese terremoto, epidemia, enfermedades, inundación o sequía, agranda inmediatamente los porcentajes de pobreza.

Y la pobreza, junto con la disparidad, trae siempre consecuencias. No sólo de migración, violencia, ruptura de lazos familiares, sino también de indefensión dentro de una estructura social como la nuestra, en la que las instituciones son muy débiles. Y ya se sabe: en instituciones débiles, el pobre está siempre menos protegido, sus derechos básicos no se cumplen. Porque la debilidad institucional siempre es manipulada a favor de quien tiene más poder. Sea el poder del Estado usado en favor de quienes gobiernan, sea el de quienes tienen dinero, que siempre da ventajas frente a una institucionalidad débil.

Esta situación de El Salvador real es la que tiene que venir a nuestras mentes en estos días de silencio. No los ecos del miedo o de la propaganda engañosa. No las presiones de un sector de la empresa privada subdesarrollada e irresponsable que todavía tiene demasiado peso en El Salvador. Las necesidades de nuestra gente son las que deben estar como preocupación básica en nuestras conciencias. Y desde ahí, desde las necesidades de las mayorías de El Salvador, pensar en lo que queremos hacer con nuestro voto el próximo domingo. El silencio de estos días sin propaganda es para eso: para que lejos del ruido confuso y del alarido embustero podamos votar desde nuestras convicciones más hondas. Convicciones de personas solidarias que aman a un país que es de todos y que no debe ser de unos pocos, sean del partido que sean.

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