En medio de los pronósticos sobre el último partido del Mundial, las noticias del día que reportan las muertes por homicidios y la discusión en torno al decreto legislativo de la lectura obligatoria de la Biblia en todas las escuelas del país, conocimos la dramática información del envenenamiento de siete miembros de una familia que vive en uno de los lugares de Soyapango con mayor pobreza: la comunidad Ríos de las Cañas. Todos ellos comieron tortillas hechas de maíz con plaguicida, es decir, una semilla que no se utiliza para el consumo humano, sino para la siembra, conocida como "semilla mejorada", y que es distribuida por el Gobierno en los llamados "paquetes agrícolas", especialmente para la producción de subsistencia.
Aún no se conoce con certeza si la familia es beneficiaria del programa, si había comprado el grano o si se lo regalaron. En todo caso, utilizar esta semilla para el consumo y no para la siembra llevó a la muerte a dos de los hijos de la familia Siliézar (de 10 y 11 años de edad), mientras que otros tres fueron hospitalizados, al igual que sus padres.
¿Qué descubre este hecho? ¿La irresponsabilidad de los padres o la pobreza extrema en la que viven miles de familias salvadoreñas? Ya se han hecho señalamientos responsabilizando a los progenitores, porque, según testimonios de los vecinos, la familia consumió ese tipo de maíz por un descuido; otros sostienen que fue el padre de la familia quien ordenó moler el maíz y convertirlo en tortillas. Por su parte, el Procurador de Derechos Humanos ha solicitado una investigación para conocer si la dependencia encargada de la entrega de los paquetes agrícolas da suficiente información sobre la naturaleza tóxica de esta semilla. Y se habla también de descuido por insuficiencia de las políticas públicas orientadas a la atención de los sectores más pobres. ¿Fue descuido o necesidad?
En los asentamientos urbanos pobres —donde predomina la escasez de ingresos económicos, la mala calidad y hacinamiento de la vivienda, la falta de servicios públicos y de infraestructura—, el descuido y la necesidad se juntan, poniendo en permanente riesgo la vida. Tal condición no es un problema de coyuntura, sino de estructura. En efecto, un estudio del PNUD sobre pobreza urbana en El Salvador, publicado el año pasado, sostiene que más un millón de salvadoreños y salvadoreñas viven en condiciones de pobreza en las zonas urbanas del país, una cifra que equivale al 21% de la población total.
Otro documento, esta vez de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, nos dice que actualmente hay en el mundo mil millones de hambrientos, un sexto de la humanidad. Y lo más irónico: se producen más alimentos de los que realmente se necesitan para cubrir las necesidades de todos los habitantes del planeta. El hambre, por tanto, en la mayoría de los casos no está asociada a la escasez de alimentos, sino a la falta de dinero para adquirirlos o al hecho perverso de que cada vez se compran menos productos con más dinero.
Para las personas que viven con un ingreso medio, el alza de los precios de los alimentos puede significar la obligación de reducir la atención médica o el ahorro para la pensión; para los que viven con dos dólares al día, significa menos carne y quizás tener que sacar a sus hijos de la escuela; y para los que viven con menos de un dólar diario, significa tener que vivir sin carne ni verduras, limitándose a los granos básicos. Para los más pobres, aquellos que tienen que vivir con menos de 50 centavos de dólar al día, la sobrevivencia se torna casi imposible. La familia Siliézar pertenece a los sectores que viven con menos de un dólar diario. La causa última de su muerte rápida (por envenenamiento) o lenta (por necesidades básicas insatisfechas) es la exclusión social.
El caso —sea por descuido o por necesidad, o por la combinación de ambas— nos pone de nuevo ante la realidad de las víctimas de la pobreza y el hambre. Realidad que no sólo debe interpelar, sino exigir propuestas de solución profundas, viables y urgentes.
El informe del PNUD al que hemos hecho referencia insiste en la necesidad de impulsar, a través de políticas públicas, programas que contrarresten directamente la exclusión social. En tal sentido, se habla del mejoramiento de asentamientos urbanos; del fortalecimiento de la organización comunal; de favorecer las oportunidades de educación, capacitación laboral y empleo mediante el otorgamiento de bonos; del fortalecimiento de las municipalidades y organizaciones de asentamientos más vulnerables; de la focalización de subsidios donde se concentra la mayor pobreza.
Ahora bien, previo a las medidas específicas se requiere un talante vital e intelectual frente a este tipo de sufrimiento humano y sus causas. Un talante que haga visible esta realidad y vaya a las raíces de la misma. Bueno es recordar, en este sentido, lo propuesto por Ignacio Ellacuría. Planteaba que si queremos ir a las raíces de este mal es necesaria la objetividad (para analizar la realidad tal cual es), el realismo (para dar los pasos adecuados a los desafíos de la pobreza), la profecía (para denunciar los males de la realidad sin acomodarse a ella), la utopía (para proponer aquello a lo que apunta la negación de los males). Mucho de estas cuatro cosas nos sigue faltando para reaccionar con responsabilidad y eficacia ante las víctimas de la exclusión social.
No está demás hacer referencia de nuevo al compromiso del Gobierno salvadoreño con los objetivos y metas de desarrollo del milenio; entre otros, reducir a la mitad, al menos en 2015, el porcentaje de personas con ingresos inferiores a 1 dólar diario. La consecución de esta meta requiere medidas inmediatas y de fondo.