En 1620, migrantes europeos llegaron a tierras estadounidenses escapando de la pobreza y de la persecución religiosa. Los colonos desembarcaron en lo que hoy es el estado de Massachusetts y muy pronto tuvieron dificultades para alimentarse. La solidaridad vino de parte de los pueblos originarios, quienes les enseñaron a sembrar maíz y calabazas para que pudieran sobrevivir. En 1621, las cosechas de los nuevos colonos fueron abundantes, por lo que decidieron hacer una gran comida con los indígenas para compartir sus frutos y agradecerles por la ayuda que les dieron. Se dice que ellos llevaron pavos para compartir.
Esta comida de hace casi 400 años fue, según el relato estadounidense, el origen del Día de Acción de Gracias, que es quizá hoy la fiesta más celebrada en Norteamérica y en otras regiones del mundo. En la actualidad, se conmemora el cuarto jueves de noviembre y tiene como finalidad agradecer todo lo que se ha recibido en el año. El Día de Acción de Gracias es, pues, una jornada de gratitud por las cosechas, por la salud, por el trabajo, por la familia y los amigos. Así, la tradición en Estados Unidos es reunirse en torno a la mesa para compartir una cena especial y dar gracias. Sin embargo, al ver la popularidad de la fiesta, los comerciantes no desaprovecharon la oportunidad y desde la segunda mitad de siglo XX se comenzó a celebrar el cada vez más conocido black Friday (viernes negro), como un banderillazo de salida para las compras navideñas, con el lanzamiento de descuentos y promociones.
El Salvador no tardó en copiar la celebración estadounidense, pero no en su edificante sentido original de agradecer por la vida, la familia y los amigos. Lo que ha llegado aquí es el lado comercial del asunto. Y es que somos expertos en copiar no lo que puede beneficiar a la sociedad, sino lo que genera lucro a un grupo reducido. Somos expertos en imitar, como buenos principiantes, costumbres extranjeras, pero no las mejores. Las grandes empresas salvadoreñas nos hacen creer que la Semana Santa es la fiesta del verano, en la que por supuesto hay que comprar los productos alusivos. Ensalzan comercialmente el Día de las Brujas, que muchos celebran sin saber el sentido de la fecha. Venden la Navidad como un tiempo de compra compulsiva que no tiene sentido sin nieve y renos.
Ciertamente, la reducción de precios en algunos productos puede beneficiar a las familias que tienen para gastar extra. Pero más allá de ese hipotético beneficio puntual y muy restringido, el problema es que a todas esas fechas se les ha extirpado su sentido original y benigno para fomentar el consumismo; es decir, la compra desenfrenada de productos que realmente no necesitamos. No en vano el informe de 2011 del PNUD ubicaba a El Salvador como el tercer país más consumista del mundo, solo después de Lesoto y Liberia, dos países africanos pobres como el nuestro.
Mucho se habla desde la gran empresa privada de que el principal problema de El Salvador es la escasa productividad nacional; sin embargo, los empresarios son los primeros en fomentar el consumismo sin reparos, postergando la producción. En el país pasamos de un modelo capitalista de sustitución de importaciones a un modelo principalmente consumista y exportador de mano de obra barata. De acuerdo al PNUD, por cada 100 dólares que se producen en el país, se consumen 102.4. En otras palabras, gastamos más de lo que producimos y eso, en gran medida, es causado por el impulso consumista que dan las remesas. Los modelos económicos aplicados nunca han tenido a la población como fin último, sino que se han centrado en el crecimiento económico. El Salvador no podrá salir adelante si se continúa con el actual modelo que ha generado pobreza, exclusión y desigualdad. Necesitamos uno que tenga en su centro el bienestar de las personas y que promueva el ahorro y la producción.
Probablemente muchos sientan que el black Friday los beneficia, aunque les signifique hipotecar el aguinaldo de diciembre y hacer malabares para pagar las cuentas en enero. Esto es parte del mismo paquete que induce maliciosamente a consumir, a desear el último modelo de teléfono o la tablet más reciente, a cambiar electrodomésticos, aunque los que tienen en casa aún funcionen. Para ellos, las grandes filas y aglomeraciones en los centros comerciales valen la pena, porque en teoría consiguen productos a menor precio. Pero, en el fondo, se convierten en feligreses de la nueva religión pagana, el consumismo, cuyo culto desaforado lleva a que El Salvador no levante cabeza.