En la actividad política, el poder excesivo conduce con facilidad al error. En efecto, cuanto más poder tiene un político, menos reflexiona sobre la calidad de sus acciones y sus consecuencias. Manda sabiendo que la mayoría de los que le rodean bajarán la cabeza y alabarán la decisión tomada. En el caso de El Salvador, si bien el oficialismo dispone de medios para mantenerse en sus decisiones pese a estar equivocado, la suma de yerros ha comenzado a debilitarlo. Ciertamente, la propaganda, la presentación fantasiosa de acciones, reduce la erosión de su imagen, pero el dolor causado por las malas decisiones y la permanente contradicción con la verdad y la honestidad van carcomiendo la confianza ciudadana, lo cual podría llevar a que el Gobierno enfrente, de pronto, un grave déficit de apoyo.
Alargar el régimen de excepción desaforadamente ha visibilizado las injusticias. La venta anticonstitucional de servicios carcelarios al Gobierno de Donald Trump, junto con la decisión de encerrar a personas sin proceso ni acusación judicial, ha escandalizado a la opinión mundial. Y el empecinamiento de mantener preso acá a Kilmar Ábrego, salvadoreño deportado ilegalmente de Estados Unidos, intensificó la controversia. Con la cooperativa El Bosque, otro caso en el que se suman errores, hubiera sido fácil dialogar, tal como se hizo hace años con la comunidad expulsada de las tierras de la familia Dueñas. La detención de un pastor evangélico y de un abogado ambientalista que acompañaban a la cooperativa en la defensa de sus derechos ha generalizado la indignación. Y luego llegó la detención de Ruth Eleonora López y la imposición de un 30% de impuesto a las donaciones recibidas desde el extranjero. No es inteligente acumular errores cuando se mantiene en zozobra a los comerciantes informales, se expulsa del trabajo a empleados públicos y se reducen los médicos y medicinas en el sector de la salud pública.
El ideal en la convivencia política pasa siempre por el diálogo y la tolerancia, así como por la ayuda a los sectores más desfavorecidos. A los pobres no se les puede condenar a estar cada vez peor en lo que respecta al goce de sus derechos básicos. Golpear a quienes defienden a las víctimas de injusticias hace siempre odioso al poder. La popularidad de Nayib Bukele se creó sobre una hábil y alta capacidad de propaganda, y sobre el aprecio de mucha gente que veía en él una mayor sensibilidad ante los problemas de las mayorías. Pero la acumulación de errores en el trato a las personas con problemas económicos rompe una de las fuentes de su popularidad. Ser duro con los pobres y con quienes los defienden es la negación más clara de lo que se entiende por bondad. Y eso, por más que se trate de remediar con propaganda, debilita gravemente a quienes están en el poder. Reaccionar a la falta de autoridad moral con más poder represivo atrasa el proceso de desarrollo ético y democrático del país. Dialogar con las instituciones de la sociedad civil, liberar a los detenidos injustamente, trabajar con más ahínco en la eliminación de la pobreza y fortalecer las redes de protección social son tareas pendientes que empiezan a cobrar factura. Si no se rectifica el rumbo, el costo político y social no solo será inevitable, sino creciente.