“El Salvador es otro país” es la sentencia que abre y cierra el discurso que Bukele dio el 1 de junio en la legislatura. De ahí concluye sin más que “ya no somos los mismos”. Es indudable que el país no es el mismo, porque la realidad es una estructura procesual dinámica. En ella intervienen fuerzas naturales, biológicas, psíquicas, sociales, culturales, ideológicas, políticas y personales. El proceso es mucho más complejo de lo que piensan los voceros presidenciales, que solo aluden a las últimas fuerzas, es decir, a Bukele. Todas esas fuerzas, en interacción mutua, imprimen al proceso histórico una determinada dirección y unos contenidos precisos. Son estas fuerzas, no la voluntad individual, ni siquiera la de Bukele, las que determinan el curso y el contenido del proceso histórico. Así, pues, el país actual no es el de hace cuatro años. En esto tiene razón el presidente, pero no solo porque haya “tenido que trabajar muy duro para llegar hasta acá”, sino por la intervención de ese conjunto de fuerzas, entre las cuales se encuentra su aporte.
El que el país sea distinto no significa que sea mejor. El criterio fundamental para determinar esa mejora no es cómo le va a la familia Bukele, a sus allegados y socios, incluidos los predicadores extranjeros de los criptoactivos. Tampoco cómo le va al capital. Sino cómo le va a la mayoría de la gente. El estado de un país no se puede diagnosticar desde las minorías. Hacerlo es un error de perspectiva, que ignora deliberadamente a la gente, la porción más importante de la realidad. En cualquier caso, la mejora debe ser respaldada por datos, que Casa Presidencial omite y esconde porque cuestionan su discurso. Sin embargo, y muy a su pesar, varios organismos internacionales proporcionan información valiosa para valorar el estado de cosas. Por otro lado, las encuestas de opinión no cesan de señalar el deterioro del nivel de vida de la mayoría de la gente. Estos datos se complementan con la observación directa de lo que ocurre en los sectores con los ingresos más bajos. Pero para apreciarlo hay que tener una sensibilidad de la cual carece la Casa Presidencial de los Bukele y los venezolanos.
Difícilmente se puede defender que la sociedad salvadoreña ha avanzado en convivencia, solidaridad y bienestar general en los últimos cuatro años. La mayoría de la opinión pública se siente cómoda con la dictadura y la represión. Acepta la supresión de sus derechos y la ley del talión, que prescribe ojo por ojo y diente por diente. Al decantarse por el desquite, esa mayoría ha renunciado a la justicia superior del Reino de Dios, anunciada por Jesús de Nazaret en el sermón del monte. La dictadura ha sacado de los bajos fondos sociales la creencia de que la represalia brutal e implacable es la respuesta ideal para los desafíos sociales y la ha explotado exitosamente en provecho propio. Una sociedad que pone su seguridad en la venganza, por muy arraigada y popular que pueda ser, no está sana.
Ninguna sociedad se reinventa a partir de la violencia. La sensación de seguridad que muchos alaban y agradecen descansa en la fuerza bruta, que aplasta y aniquila. Esa es la solución que los Bukele han encontrado, por causalidad, para enfrentar la faceta más visible del crimen organizado y para todos aquellos que amenazan con perturbar el orden impuesto. La respuesta satisface a las tendencias más irracionales, al mismo tiempo que divide, asfixia y mata. Bukele no tiene una alternativa constructiva. Tampoco la necesita, porque la finalidad de su presidencia es detentar el poder absoluto. Está aproximación a la crisis nacional no hace a la sociedad más decente, solidaria y humana. Tampoco cristiana. La sociedad de los Bukele es egoísta, vengativa, violenta e insensible al sufrimiento.
La configuración de esta realidad social hunde sus raíces en una larga historia de explotación y de opresión, sin solución de continuidad desde comienzos del siglo XX, cuya conclusión ha sido el orden impuesto por las pandillas en los territorios abandonados por el Estado neoliberal. Los crímenes de los detentadores del poder, la oligarquía agroexportadora, los neoliberales y las pandillas no justifican la venganza. El odio y la violencia no conducen a una sociedad vivible, pacífica y con las necesidades básicas satisfechas. En este sentido, los Bukele no han introducido ninguna novedad. Reproducen la espiral de violencia del pasado y la lanzan hacia delante.
Todavía es tiempo para recapacitar y buscar consensos sobre cómo transformar la cultura violenta predominante en otra abierta, amante de la justicia y la paz. El enfrentamiento y la aniquilación no garantizan una seguridad duradera. Unos cuantos no pueden vivir seguros mientras otros viven, aterrorizados, una exclusión aberrante. A partir de este convencimiento se pueden construir consensos cada vez más amplios para encontrar formas de sana convivencia.