Un pueblo en pasión permanente

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Editorial UCA
31/03/2021

El Salvador vive en pasión permanente; el dolor y el sufrimiento han sido una realidad cotidiana para una gran parte de su población. Con la llegada de los conquistadores españoles, los pueblos originarios fueron despojados de sus tierras, cultura y religión. Quienes decían traer la civilización a pueblos paganos e incultos actuaron como verdaderos salvajes, impusieron la esclavitud y el sometimiento a las leyes y voluntad españolas, negando la identidad y la dignidad de los indígenas. Así inició el camino hacia el calvario; un camino de muerte y privación. La independencia apenas implicó cambio. Los criollos se hicieron con el poder y no mostraron mayor interés en mejorar la calidad de vida de las mayorías ni en que se respetaran sus derechos. En los doscientos años transcurridos desde la independencia, los abusos de las élites que han ostentado el poder han sido constantes y llegan hasta la actualidad. Régimen tras régimen, civiles y militares, han violentando a un pueblo al que no han dejado levantar cabeza.

Ni siquiera la llegada del siglo XX, con la difusión de las ideas democráticas, la declaración universal de los derechos humanos y las gestas libertarias, pudo cambiar la suerte de este pueblo. La pobreza, la ignorancia, la violencia represiva, el despojo, la negación de los derechos fundamentales han sido la única realidad conocida para al menos una tercera parte de los salvadoreños. La igualdad, la libertad y la fraternidad no son más que un sueño. No es de extrañar, pues, que cinco siglos de sufrimiento hayan llevado a una buena parte de nuestra gente a identificarse plenamente con la pasión de Jesucristo; una identificación que brota de la propia experiencia de privación y maltrato, una carga tan pesada como la cruz que Él cargó. Tampoco debe extrañar que algunas de las cabezas más lúcidas que ha tenido el país, inspiradas por el Evangelio y por la parábola del juicio final, en la que el Hijo de Dios se identifica con los hambrientos, los desnudos, los pobres y los encarcelados, hayan reconocido a Cristo en el pueblo salvadoreño crucificado por la historia.

Desde la fe cristiana, vivida en profundidad y en búsqueda de coherencia, esa realidad interpela y exige trabajar por cambiarla. El deseo de Jesús de venir a este mundo para que la humanidad tenga vida plena y que la fraternidad y la justicia sean el modo de relacionarnos entre todos llama a trabajar por un cambio; llama a la compasión, a la solidaridad y al amor. Contribuir a la superación del sufrimiento del prójimo es lo que hace el buen samaritano. El Salvador necesita de miles de buenos samaritanos que, a diferencia de quienes pasan indiferentes ante el dolor ajeno, sientan compasión y atiendan a aquellos que yacen heridos a la orilla del camino. Ante un pueblo que lleva siglos cargando con la cruz, viviendo en permanente pasión, una sociedad que se dice cristiana debe romper con la indiferencia y organizarse fraternal, justa y amorosamente para bajar a los crucificados de la cruz, ofreciéndoles una vida digna y plena. Como decía san Juan Pablo II, “solo combatiendo las diversas formas de odio, violencia, crueldad, desprecio por el hombre, o las de la mera ‘insensibilidad’, o sea la indiferencia hacia el prójimo y sus sufrimientos, podremos transformar nuestra civilización humana en la civilización del amor”.

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