Guindas y desaparecidos

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Margarita Moreno
09/04/2016

Los Ramírez

“Te buscamos”, dijo uno de los militares. “¿Por qué?”, preguntó Alejandro Ramírez. “Ponete los zapatos y la ropa”, respondió el soldado. Lo tumbaron boca abajo, con las manos hacia atrás y los pulgares amarrados; dos soldados lo tomaron de los brazos y lo sacaron de la casa, bajo la mirada de sus hijos y esposa, Virginia de Ramírez.

Eran las once de la noche del 9 de mayo de 1982, en el cantón San Jerónimo, Nejapa (San Salvador). En la oscuridad y entre charcos, los soldados dejaron a Alejandro en el suelo, formaron un círculo a su alrededor y empezaron a planificar cómo lo asesinarían.

En ese momento, ante la posibilidad de la muerte, Alejandro vio una oportunidad: los soldados se concentraban más en sus fusiles que en él. Logró acurrucarse y de alguna manera pasó sus manos amarradas hacia el frente, y pensó: “Haré todo lo que pueda, si esta no es mi hora, haré lo que pueda”. Se levantó y corrió. Corrió con todas su fuerzas hacia la llamada Finca del Olvido. Los militares le dispararon. Alejandro solo escuchó las balas. Desapareció de la vista de los soldados entre los cafetales. Llevaba una idea en la cabeza: ir a la casa de su padre, Natividad Ramírez, en el cantón El Progreso, Santa Tecla.

El grupo de militares se retiró sin registrar la casa. De haberlo hecho, hubieran descubierto un pequeño cuarto en el que se encontraban tres familiares más de Alejandro: su madre, su hermana, Carlota Ramírez, y la hija de esta, que no tenía ni un año de edad. Carlota había escuchado a los soldados y reconoció sus voces: eran los mismos que horas antes la había interrogado al intentar capturar a otro de sus hermanos, Rufino.

Ese mismo día, al caer la noche, Rufino fue a cortar un racimo de guineos para la cena. Estaban en su casa varios parientes, Carlota y su hija entre ellos. La cena no se realizó. Rufino regresó corriendo y les dio el aviso: “Ahí viene la tira” (en alusión al Ejército). A Carlota le preguntaron por su hermano, la amenazaron y la dejaron ir. Por eso había buscado refugio en la casa de Alejandro.

Rufino, con sus hijos, corrió rumbo a la casa de su padre. Lograron escapar, por un momento: los soldados también llegaron allí. Con lista en mano, identificaron a Rufino. Al oír su nombre, él se hincó, oró y corrió hacia la puerta de la casa, donde cayó ametrallado. Teresa Ramírez, de 18 años y hermana de Rufino, fue asesinada por defender a Natividad, a quien también tenían anotado en la lista.

Luego de golpearlo por un buen rato, Natividad fue capturado; lo amarraron de las manos y lo subieron a un camión. También se llevaron a uno de sus yernos, Guadalupe Guerra (22 años de edad), y a José Elías Ramírez (13) y Jorge Adalberto Ramírez (14), hijos de Rufino. Mientras esto ocurría, Alejandro continuaba atravesando cafetales y quebradas. Al llegar, lo que encontró fueron los cuerpos de sus hermano y hermana; y nunca más volvió a ver a sus sobrinos ni a su padre.

El “pecado” de la familia Ramírez fue participar activamente en las comunidades eclesiales de base, desde las cuales, a la luz de la fe y del Evangelio, catequistas como Rufino y sacerdotes trabajaron por denunciar las injusticias y las violaciones a los derechos humanos que sucedían en aquella época.

A inicios de los ochenta, la Fuerza Armada intensificó la persecución de civiles, que pasaban a ser sospechosos solo por sus creencias, grupo al que pertenecían o, incluso, la ropa que portaban o el lugar donde vivían. Así, la represión se desató tanto a nivel individual, buscando uno a uno lista en mano, como colectiva, implementándose los operativos de “tierra arrasada” que destruían pueblos y comunidades enteros. Una de las masacres de esos años ocurrió diecisiete días después de lo sucedido a la familia Ramírez.


La Guinda de Mayo

En Nueva Trinidad, Chalatenango, se escucharon disparos y helicópteros. Familias enteras corrieron de un lado a otro, con desesperación. Literalmente, los soldados iban detrás de la gente, disparando a quemarropa. Escapar era imposible: miles de efectivos se había movilizado en la zona. El operativo militar duró catorce días, del 27 de mayo al 9 de junio de 1982, y abarcó varios pueblos y caseríos del lugar, como Arcatao y Los Amates.

María Francisca Franco iba entre la multitud con sus tres hijos pequeños. La marea de gente la llevó hasta la orilla del río Sumpul. Acorralados por los soldados que los perseguían, se tiraron al agua. Llevaba a uno de sus hijos sentado sobre los hombros y a los otros dos en sus brazos, uno a cada lado. Caminó con el agua al cuello y contra la corriente del río. El caudal había crecido a causa de la lluvia. Vio cadáveres y a personas que desaparecían con la corriente.

Desde Arcatao, Tomasa López Rivera, junto a su familia, también cruzó el Sumpul. Las balas le zumbaban. Escuchó a alguien gritar “Caminen, caminen”, pero la gente no avanzaba. Las balas caían desde todas las direcciones.

Al llegar al otro lado del río, María Francisca y Tomasa iniciaron, cada una por su lado, un calvario para sobrevivir. Pasaron casi dos semanas escondiéndose en cuevas o abajo de los árboles; comiendo lo que encontraban (raíces, hojas o semillas); pasando sed; sin dormir.

Los militares y los medios de comunicación (sobre todo la prensa escrita) presentaron este tipo de acciones como misiones de limpieza y pacificación. En realidad, de acuerdo a datos recopilados en el informe de la Comisión de la Verdad, el blanco fue población civil e inocente. Esta masacre pasó a ser conocida como la Guinda de Mayo, y dejó un estimado de 236 personas asesinadas (entre ellas, 36 niños menores de tres años), según el informe de la Comisión. Además, se registraron desapariciones y desplazamientos forzados.

Al terminar la masacre, los sobrevivientes se reunieron en las zonas donde antes estaban sus hogares y sus comunidades. Tomasa no encontró a su hermana, a quien vio por última vez huyendo con sus cuatro hijos. Una mujer le contó que a los niños se los llevaron en un helicóptero y que a su hermana se los arrebataron a “fuerza de balazos”.


Testigos del horror

Carlota, Elba y Alejandro Ramírez, María Francisca Franco y Tomasa López fueron algunos de los sobrevivientes de violaciones a derechos humanos que dieron sus testimonios ante el VIII Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa en El Salvador, realizado del 9 al 11 de marzo en la UCA.

De esa época de dura e indiscriminada represión, a María Francisca se le quedó grabada la imagen de la gente como “cadáveres andando”, después de días huyendo sin descanso. Tomasa recuerda la “gran balacera, la gritazón y la inmensidad de soldados”. En 1996, con apoyo del P. Jon Cortina y Pro-Búsqueda, Tomasa dio con el paradero de sus sobrinos: los dos niños fueron encontrados en Francia; una de las niñas, en Estados Unidos; y la otra, en España.

En el Tribunal, Alejandro aseguró que no volvió a poner un pie en su casa hasta hace unos ocho años, cuando logró vence el temor y el trauma. Carlota, en su relato, habló de la persecución a las comunidades eclesiales de base y explicó que muchos fueron asesinados o salieron del país. Recordó que Rufino decidió quedarse porque “decía que no había hecho nada malo”.

Elba contó que ha buscado sin éxito a su padre, esposo y sobrinos. Ahora lo que pide es encontrar sus cuerpos para darles una sepultura digna. “Mi padre llevaba una camisa blanca, un pantalón azul, unas botas de hule. No es fácil que eso se pudra en treinta años. Siquiera pudiéramos encontrar sus restos”.


La sentencia

En la octava edición del Tribunal también se presentaron los casos de tortura y ejecución sumaria de Justo Mejía; las masacres ocurridas en La Paz, La Quesera y El Carrizal; y la tortura de Ana Masín y Rafael Segura.

Los jueces del Tribunal, entre los que se encuentran abogados españoles y brasileños, dieron a conocer un esbozo de lo que será la sentencia definitiva, que se hará pública dentro de unos meses.

En primer lugar, destaca la responsabilidad del Estado salvadoreño por la privación de libertad, desplazamiento forzado, negación del derecho a la identidad de menores de edad, ejecución sumaria y desaparición forzada en los diferentes casos presentados ante el Tribunal. Además, se exige a la Corte Suprema de Justicia que agilice el proceso de inconstitucionalidad de la ley de amnistía; a la Fiscalía General de la República, que investigue inmediatamente toda las denuncias que ya tienen en sus archivos y los casos presentados en el Tribunal; al Estado, que haga lo necesario para la reparación psicológica, social, individual y colectiva de las víctimas, y se comprometa a dar a conocer la verdad a nivel nacional e internacional; que se destruyan los monumentos en homenaje a los victimarios y se reemplacen por otros que reivindiquen la memoria histórica y a las víctimas.

Los jueces en su pronunciamiento aseguraron que “el Estado de El Salvador ya no puede decir que no conoce estos casos, debe observar lo que aquí se determina. La ley y la conciencia de la humanidad así lo obligan”.


Un espacio para el derecho a la verdad

Andreu Oliva, rector, aseguró que “la deuda con las víctimas, ya sean directas e indirectas, de las violaciones a los derechos humanos durante el conflicto es muy grande” y que “la inacción del Estado ha sido evidente”. La tarea pendiente en esta materia ha alimentado la impunidad, que “impide que se conozca y reconozca la historia real”.

Por esto, la UCA, a través de su Instituto de Derechos Humanos (Idhuca), creó en 2009 el Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa en El Salvador, con el que se busca, de acuerdo a Oliva, ofrecer un modelo que “podría ser un camino único para la reconciliación”, pues propone una respuesta sistemática frente al delito, que enfatiza en la sanación de las heridas de las víctimas. Es decir, insiste en que la justicia sirva para reparar los daños causados y que las partes se involucren en el proceso. Además, le exige al Estado que se implique decididamente, mediante políticas públicas, en la reconciliación de la sociedad.

El Tribunal “busca la verdad”, explicó Oliva, y que las víctimas vivan su dolor de una manera distinta y con dignidad, para esto “deben ser escuchadas y necesitan que se les dé un espacio para su derecho a la justicia”.

En siete años de funcionamiento del Tribunal, se han conocido en total 60 casos, 34 de estos se han presentado a la Fiscalía General de la República y 11 a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Otros de los resultados del trabajo del Tribunal y del Idhuca, en conjunto con otras instituciones, son el libro Justicia restaurativa en El Salvador, una oportunidad, que recoge la primera experiencia del Tribunal en 2009; un ensayo ganador del Certamen Blattmann, Odio Benito y Steiner del Instituto Iberoamericano de la Haya, escrito por Giovanna Maria Frisso (Brasil), quien acompañó al Tribunal en las sesiones de 2013 y 2014; y, a petición de la víctimas, la presentación en 2013 de un recurso de inconstitucionalidad de la ley amnistía, que hasta la fecha sigue sin respuesta.

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