Pongan todo lo recibido al servicio del bien común y la justicia social

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Andreu Oliva
05/12/2016

Estimadas graduandas, estimados graduandos, reciban mis más sinceras felicitaciones por haber llegado a este importante momento, por recibir el título académico que los habilita para ejercer una profesión o que da fe de su especialización en un área del conocimiento. Ello ha sido posible gracias al esfuerzo conjunto de ustedes, los docentes y el personal de apoyo de la Universidad; esfuerzo del que todos nos podemos sentir satisfechos. Hoy ya son profesionales, con una buena preparación para servir de la mejor manera a nuestro país. Han de ser conscientes de que esto supone un cambio importante en sus vidas y que les ofrecerá oportunidades que muchos de nuestros compatriotas no tienen ni tendrán. Es importante que no olviden nunca que en El Salvador solo una persona de cada diez logra finalizar sus estudios universitarios; por tanto, somos parte de un grupo privilegiado.

Se gradúan de una universidad de inspiración cristiana y martirial, que está al servicio del pueblo salvadoreño y centroamericano para impulsar universitariamente un cambio social a favor de las mayorías. Una universidad que quiere formar personas competentes y comprometidas con la justicia social, que contribuyan a la creación de nuevos modos de comportamiento humano y convivencia social fundamentados en la justicia y la solidaridad con los pobres, la defensa de los derechos humanos y el bien común. La UCA, pues, espera que ustedes contribuyan a su misión, que pongan todo lo recibido al servicio del bien común y la justicia social.

A lo largo de la historia del país, en sus 195 años de independencia republicana, no ha sido precisamente la búsqueda del bien común lo que ha movido a los que nos han gobernado. Más bien lo que se ha hecho común es la fuerza del mal, que en determinados momentos se ha ensañado intensamente en contra de las mayorías. Ello ha sido causa de las diferentes crisis por las que hemos atravesado como nación. En la actualidad, vivimos otra crisis, la cual se ha gestado gracias a la pobreza, falta de empleos, hiriente desigualdad, salarios mínimos de hambre, educación de mala calidad y escasa cobertura, migración sangrante, exclusión de más de una tercera parte de la población, sistema fiscal injusto, altos niveles de violencia e inseguridad, corrupción, impunidad y fuerte polarización. Todo ello fruto de una multitud de decisiones equivocadas que han impedido que la sociedad y el Estado estén al servicio de que los salvadoreños desarrollen todo su potencial y disfruten de la libertad para vivir su vida.

Algo es claro: de esta crisis no hay que responsabilizar al pueblo salvadoreño; a ese pueblo llano, sencillo y trabajador que se rebusca a diario para ganarse la vida, que se ha visto obligado a abandonar el país en busca de una mejor vida. Un pueblo al que se le ha negado sus derechos más elementales en lugar de ofrecerle la oportunidad de superarse y salir adelante, y que a pesar de ello sigue empujando al país, con su trabajo, con sus remesas, con sus enormes sacrificios. Los responsables de esta crisis son aquellos que han asumido la dirección política de El Salvador, los que han corrompido y se han dejado corromper, los que han hecho del país su finca privada, los que no han querido cumplir con su responsabilidad fiscal y los que en lugar de ser servidores públicos se han servido a sí mismos.

 

Males añejos

Estas recurrentes crisis obedecen a la irresponsabilidad de las clases dirigentes de nuestro país, en el pasado y en el presente. Un ejemplo de ello es la manera en que se trata el pasado reciente, la absoluta falta de voluntad de buscar un camino que permita conocer la verdad, ofrecer justicia y reparación a las víctimas de las múltiples y graves violaciones a los derechos humanos que tuvieron lugar antes de la firma de los Acuerdos de Paz. Se ha evadido enfrentar nuestro pasado de violencia con verdad y transparencia, se sigue protegiendo a los victimarios, aun cuando el máximo tribunal ha declarado inconstitucional la ley de amnistía y ha señalado que la Constitución obliga a que los verdugos sean llevados ante la justicia.

También esta actitud irresponsable se manifiesta en la forma en que se visualiza y pretende resolver la difícil situación por la que atraviesa el país. No se quiere reconocer que la desigualdad y la falta de oportunidades abonan a la violencia. Una desigualdad que brilla por todas partes: desigualdad económica grave cuando unas pocas personas tienen una riqueza cercana al producto interno bruto; desigualdad social en el campo educativo, en la salud y en la vivienda; desigualdad en el acceso al agua y a la cultura; desigualdad entre quienes viajan seguros por avión a Disneylandia y quienes van hacia el Norte montados en La Bestia, arriesgando vida, salud y dineros. En un mundo cada vez más consciente de la igual dignidad de la persona, la desigualdad, sea del tipo que sea, cuando es fuerte o desproporcionada se convierte automáticamente en una enfermedad social que genera violencia.

En parte por ello no hemos podido desterrar la violencia, y los niveles que esta alcanza son cada vez mayores y más crueles. Lo que nos sucede hoy tiene la misma causa de antes: no hemos procurado justicia; no solo justicia institucional para combatir la impunidad, sino también justicia social. Se sigue creyendo que la represión es la primera y única solución al problema de la inseguridad y la violencia cuando la historia ha demostrado que no es el camino correcto. Ya lo decía monseñor Romero: “Con represión no se acaba nada. Es necesario hacerse racional y atender la voz de Dios, y organizar una sociedad más justa, más según el corazón de Dios. Todo lo demás son parches. Los nombres de los asesinados irán cambiando, pero siempre habrá asesinados. Las violencias seguirán cambiando de nombre, pero habrá siempre violencia mientras no se cambie la raíz de donde están brotando todas esas cosas tan horrorosas de nuestro ambiente”.
Pero seguimos sin querer hacer cambios profundos que nos aseguren un futuro mejor. Un ejemplo claro es la falta de una apuesta decidida por la educación. No solo se trata de reconocer la educación como un derecho humano fundamental, sino que además, tal como lo señalan los organismos internacionales, “la educación tiene un papel clave para impulsar una agenda de desarrollo más amplia que busque poner fin a la pobreza, luchar contra la desigualdad y la injusticia y hacer frente al cambio climático”. La educación es esencial para que una sociedad alcance mayores niveles de desarrollo humano. Sabiendo esto, en El salvador seguimos sin decidirnos a invertir lo requerido para proveer una educación pertinente y de calidad a la que tengan acceso todos los salvadoreños. ¡Cuán lejos estamos de destinar el 6% del PIB a la educación! ¿Qué se está haciendo para que ésta tenga la calidad mínima para formar buenos ciudadanos, y para garantizar que la mayoría de la población tengan los suficientes años de escolaridad y las habilidades necesarias para impulsar un desarrollo económico, social y sustentable para todos?

También es irresponsable que ante los graves problemas nacionales, las fuerzas políticas pasen reclamándose mutuamente, en lugar de asumir el rol que les corresponde. Gobierno y oposición deben buscar juntos, con la seriedad que el asunto reclama, una solución que favorezca a los salvadoreños. Una solución de largo plazo que, entre otros, corte el gasto excesivo, ataque frontalmente la corrupción en el Estado, ponga paro a la evasión fiscal, aporte eficiencia a los servicios públicos, apuntale la institucionalidad democrática, contribuya a la superación de la aguda desigualdad e incentive el crecimiento económico sostenible. Se ha llegado a un momento en que no hay otra alternativa que sentarse a dialogar. Y dado que parece no haber la suficiente decisión por parte de los políticos, le corresponde a la sociedad exigir que dialoguen en serio y encuentren las soluciones necesarias para la viabilidad de El Salvador a mediano y largo plazo.

 

Vivir responsablemente

Por todo lo anterior, les hago este día una solemne invitación a asumir con decisión una actitud de responsabilidad como personas, profesionales y ciudadanos. Eso es lo que la UCA espera de todos sus graduados, y lo que nuestro país requiere de salvadoreños con la formación y las capacidades de ustedes. En línea con las palabras del Evangelio de Lucas: “Al que mucho se le da, se le exigirá mucho; y al que mucho se le confía, se le exigirá mucho más”. Ustedes son parte de este grupo, pues poseen un alto nivel de formación y a lo largo de estos años han recibido mucho. En consecuencia, tienen mayor obligación de trabajar por la transformación y el bien común. El título universitario que este día recibirán no les otorga más derechos, sino más deberes. Les obliga a ser mejores ciudadanos, más proactivos en la vida política, social y económica de nuestro país. Poner lo que saben y son al servicio de la gente más desprotegida, de las transformaciones que El Salvador requiere para que cada uno de sus habitantes pueda vivir su dignidad humana a plenitud, independiente de su origen y condición social.

Pero no basta con que sean responsables en su trabajo y con su familia; hace falta más. Se trata de hacerse responsables de nuestro mundo. Hans Jonas lo plantea así: “Somos responsables, entre otras cosas, de la preservación del planeta y de asegurar condiciones de vida humana libre y digna en el futuro”. Para Lévinas, “la responsabilidad es compromiso, hacerse cargo del otro, lo que implica que frente a cualquier otro he adquirido una obligación, una dependencia ética de la que no me puedo desprender”. El P. Ignacio Ellacuría lo formulaba de manera parecida: ser responsables es tener un corazón compasivo y solidario, que lleva a hacerse cargo, cargar y encargarse de la realidad.

Nuestro país necesita de personas que no se desentiendan de la cosa pública, que practiquen a diario la solidaridad, la justicia, la igualdad y la libertad. Personas a las que les duela la realidad y asuman el compromiso de cambiarla, exigiendo con fuerza y decisión un pacto social en favor del respeto a la dignidad de la persona y a los derechos humanos. Personas dispuestas a exigir que se vayan cerrando las brechas existentes en el campo económico, educativo, de la salud pública y de otros bienes indispensables para la vida. Que se muevan por amor al prójimo y actúen como el buen samaritano. Personas que desean para los demás aquello que han logrado para sí.

Ojalá que ustedes sean esta clase de personas. Muchas felicitaciones y que Dios les acompañe siempre.

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