¡Coherencia!

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Benjamín Cuéllar
11/08/2012

Si la moralidad, la honradez y la ética salen sobrando para las dirigencias de los partidos políticos y para quienes ocupan los cargos más altos en el aparato estatal salvadoreño, resulta inútil pedirles coherencia. Esta, definida en el diccionario como la actitud lógica y consecuente con una posición anterior, podría convertirse en la clave para salir del trance en que hoy mantienen al país quienes presumen de ser sus dirigentes desde hace más de dos décadas. También podría ser decisiva para encontrar el rumbo perdido desde entonces, cuando arrancó una transición al vacío y no hacia lo que se planteó en los acuerdos, que solo sirvieron para terminar la guerra entre los ejércitos gubernamental y guerrillero.

Fruto de arduas negociaciones, dichos acuerdos comenzaron a firmarse para la región en Esquipulas hace veinticinco años y tuvieron continuidad para el ámbito nacional en Ginebra el 4 de abril de 1990 y en San José el 26 de julio del mismo año, hasta llegar a Chapultepec, México, el 16 de enero de 1992. Con el suscrito en tierra chapina el 7 de agosto de 1987, se pretendía instaurar en Centroamérica una paz firme y duradera sobre la base de la reconciliación nacional, el cese de hostilidades, la democratización y el desarrollo para "alcanzar sociedades más igualitarias y libres de la miseria", entre otros asuntos.

Con el aprobado en la capital suiza se buscaba, en lo inmediato, el fin de los combates y, como parte del proceso de pacificación, la democratización del país, el respeto irrestricto de los derechos humanos y la unificación de la sociedad. Los compromisos aceptados en la metrópoli tica por el Gobierno y la guerrilla de entonces tenían que ver específicamente con lo relativo a los derechos humanos y la creación de la misión de observación internacional. Tras otros acuerdos en México, donde se aprobaron cambios constitucionales, y en Nueva York, se firmó el final y más conocido de todos: el de Chapultepec.

En conjunto, con las reformas al estamento militar, la desaparición de los cuerpos de seguridad existentes, la creación de la Policía Nacional Civil y de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, así como las modificaciones en la Fiscalía General de la República y el Órgano Judicial, se pretendió un cambio estructural radical. Se trataba de desmontar las estructuras estatales represivas, responsables de graves violaciones de derechos humanos, y de crear o recrear las instituciones del sistema de justicia para superar la impunidad.

Pero la mala conducción del país durante la posguerra tiene al Ejército realizando desde hace rato tareas de seguridad pública que no le corresponden e incurriendo de nuevo en violaciones de derechos humanos. Independientemente de que ahora sean menos y no respondan a una política de Estado, pero así se empieza y después ya no hay retorno. Además, ese fatal manejo del país ha logrado que desde hace varios años la PNC goce de mala salud y sea mal percibida por la población, que la ve incapaz de enfrentar la delincuencia y responsable de atropellos en su perjuicio. También ha conseguido que la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos no tenga el peso suficiente para considerarla conciencia moral en el país, pese a los esfuerzos de algunos de sus titulares. Finalmente, las entidades encargadas de investigar los delitos y castigar a sus responsables han sido manoseadas a más no poder.

Por esa falta de coherencia con los compromisos de fondo que adquirieron tanto el FMLN como Arena al firmar los citados acuerdos, no es casual que ocurra lo que está ocurriendo ahora. Además, el escenario actual estaba idealmente montado para que el primero de esos partidos reivindicara lo que reclamaba en 2006 y que el segundo lo hiciera en consonancia con sus últimas posiciones, dizque en defensa de la Constitución y el Estado de derecho. Y lo está, ya que ninguno de los dos tiene los votos para imponer sus caprichos en las elecciones de magistrados de la Corte Suprema de Justicia y Fiscal General de la República. De ser coherentes, se podrían poner de acuerdo para escoger lo mejor de lo mejor.

Pero no. Y es que no les importa el país, sino sus intereses particulares, que son, a final de cuentas, los mismos: controlar las instituciones clave para que cada bando visible —y sus bandas más o menos invisibles, pero que son los poderes reales— se garanticen privilegios de todo tipo, entre los que destacan el descaro para hacer lo que quieran y la impunidad para cubrir sus perversidades.

Coherente con los principios que lo llevaron a ser negociador y firmante de los Acuerdos de Paz, Roberto Cañas habla de la "novela nacional" de turno. Esa tragicomedia solo ha arrojado cohetes soplados. Nada más que eso son los últimos "resultados" anunciados por Mauricio Funes, hoy más inflado que antes por el apoyo de sus desprestigiados colegas Porfirio Lobo y Otto Pérez Molina. Funes asegura no haber tomado partido en esta crisis, pero afirma que la Corte Suprema de Justicia no tiene presidente. Es decir, desautoriza a Florentín Meléndez sin que le corresponda hacerlo y pasa por encima de la Ley Orgánica Judicial.

Del último capítulo de esta novela nacional destaca, además, el rechazo de Arena a reformar la Constitución para dejar literalmente establecido lo que la Sala de lo Constitucional ya resolvió justamente: una legislatura solo puede elegir una vez a un tercio de la Corte Suprema de Justicia. Y el FMLN con sus comparsas no se quedan atrás: se niegan a retirar la demanda irracional e ilegal que presentaron en la calamitosa Corte Centroamericana de Justicia.

A estos partidos, politiqueros sepulcros blanqueados, hay que cargarles la responsabilidad de que el país siga siendo violento e inseguro, sin condiciones para superar la miseria y despegar hacia un desarrollo incluyente, con instituciones secuestradas y con pronóstico reservado en cuanto al logro de una verdadera paz social. Ya es hora de despertar, porque un pueblo dormido es fácilmente vendido. Si esos grupos que siempre han estado arriba y afuera del dolor de la gente son como son, la coherencia entre la indignación y la acción hay que fomentarla, organizarla y desatarla abajo y adentro.

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