El mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del papa Francisco resulta relevante para El Salvador, porque en el país se libra también lo que el papa llama desde hace tiempo la tercera guerra mundial, una guerra por partes. Esta expresión suele asociarse a los conflictos del Oriente Medio y de África. Pero aplica a El Salvador. Oficialmente, la nuestra es una nación democrática y en paz; en realidad, desde hace ya demasiados años, libra una guerra social interna sangrienta y escandalosa. Como excusa es inadmisible argumentar que dado que “los malos” atacan a “los buenos”, estos se ven forzados a defenderse y a utilizar, en virtud de su proclamada bondad, cualquier medio para aplastar a los agresores, incluso los escuadrones de exterminio. Otra justificación bastante extendida es que mientras los muertos sean pandilleros, el asesinato es permisible —o al menos, queda en la impunidad—.
El papa atribuye situaciones como esta a la indiferencia ante el sufrimiento humano. La sociedad salvadoreña es testigo y víctima a la vez de la devastación causada por la indiferencia generalizada, y tiene múltiples argumentos para no hacerse cargo de ella. Eso explica que la guerra fratricida en la que ya desde hace demasiado tiempo está enfrascada haya dejado más de 6,600 muertos el año recién pasado. La guerra es fratricida porque, en palabras de Francisco, rechaza la fraternidad, la solidaridad y el respeto mutuo.
Ante esta realidad inhumana y deshumanizante, el papa recuerda que la sociedad, en nuestro caso concreto, la salvadoreña, está llamada a la solidaridad y a la misericordia como programa de vida, esto es, como actitudes fundamentales ante los demás. No se puede construir una sociedad pacífica sobre el odio, la venganza y el asesinato, porque nunca se alcanzará la paz a la que se aspira y tampoco el desarrollo económico, que tanto encandila a los políticos y a la empresa privada. Argumentar que el otro es el que tiene que dar el primer paso, porque es el que tiene mayor responsabilidad, es otra excusa para no asumir el propio compromiso. Y aun cuando la tuviera, alguien tiene que atreverse a colocar los fundamentos de la solidaridad, practicando la misericordia. Aquí es donde cobra su plena dimensión el amor a los enemigos.
Los cristianos de todas las confesiones tienen particular responsabilidad en cuanto a colocar los fundamentos para acabar con el fratricidio actual. El papa nos recuerda que Dios interviene en la historia para llamar a asumir la responsabilidad frente a los demás, aun cuando estos sean los seres más despreciables que uno o los medios de comunicación de masas puedan imaginar. Pese a lo que se diga de ellos o hagan, son hijos e hijas de Dios; todo lo perturbadores y sediciosos que se quiera, pero sus hijos e hijas a fin de cuentas.
Dios pregunta hoy en el Medio Oriente, en África y en El Salvador: “¿Dónde está tu hermano?”. A juzgar por los hechos, la sociedad salvadoreña responde con otra pregunta: ¿somos acaso sus guardianes? Cómo podemos ser sus guardianes si es tan despreciable. La mayor parte de la sociedad no se siente responsable de la vida ni de la suerte de los demás. No se siente implicada; incluso se siente satisfecha de que aquel que percibe como amenaza haya sido asesinado. Pero Dios no es indiferente. La sangre derramada grita desde el suelo y Él escucha su clamor, porque esa sangre tiene gran valor para Él. Desde el comienzo de la historia, Dios se revela como aquel que se interesa por la suerte de la humanidad.
Jesús previene constantemente a sus discípulos contra la indiferencia y la omisión, y los invita a detenerse ante la necesidad urgente y el sufrimiento indecible para aliviarlos. Él mismo actúa para poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte, e invita a hacerse cargo de los extranjeros, refugiados e inmigrantes, de los enfermos, de los encarcelados, de los que no tienen hogar, y también de los enemigos. Aquí es donde cobra toda su importancia y donde surge la dificultad del amor a los enemigos. Si la misericordia define al Dios de Jesús, también debe serlo de todos aquellos que nos confesamos cristianos. La misericordia actúa cuando la dignidad de la persona humana está en entredicho. Por lo tanto, sin solidaridad, entendida como el empeño de todos para ser verdaderamente responsables de todos, y sin misericordia para el enemigo no podrá haber unidad nacional, ni paz en El Salvador.