La realidad muestra que es necesaria una nueva aproximación a la cuestión de las pandillas. Es claro que el Gobierno está desbordado, confundido y sin propuesta. Acumular epítetos descalificativos, tal como hace, no las destruirá. El último intento para mostrar firmeza y determinación es más de lo mismo. Por otro lado, los partidos políticos, tal como lo pone de manifiesto el video de Arena, negocian con ellas ventajas políticas.
Tampoco se puede desconocer que las maras controlan efectivamente buena parte del territorio, cobran impuestos (extorsionan), disponen de recursos financieros, imponen su voluntad sobre la residencia y la movilización de la población, cuentan con un ágil aparato de inteligencia —por lo visto, bastante más eficaz que el policial— y poseen armas de fuego de alto calibre. Y pese a las medidas gubernamentales, no pierden terreno, sino que lo ganan, o al menos, mantienen su poder. Cabe, pues, plantearse si no ha llegado el momento de sentarse a conversar con sus dirigencias sobre cómo poner fin a este estado de cosas.
Indudablemente, los pandilleros son terroristas de una inhumanidad bestial (y es necesario preguntarse por qué son tan inhumanos). Pero eso no debiera impedir sentarse a dialogar con sus líderes. La asombrosa trivialidad con la que Arena ha calificado de “incorrección” su última negociación conocida muestra que su interés primordial era ganar la segunda vuelta de la elección presidencial. Los costos políticos de esa negociación se le antojaron mínimos comparados con el beneficio de llegar al Ejecutivo. Es el mismo cálculo político de todos los partidos que ya han negociado con las pandillas. Por lo tanto, la negociación no es novedad.
Si los Gobiernos, los partidos, los diputados, los alcaldes y los ministros, incluidos los generales, son capaces de negociar en lo oculto una cuota de poder, por qué no conversar abiertamente y por un bien mucho mayor como es la pacificación del país. Objetar la legalidad es falaz, porque no solo ya se ha conversado, sino que también se han negociado treguas, votos y cargos públicos. Más verosímil parece la postura de quienes todavía confían en la represión. Pero la experiencia de los últimos lustros evidencia que esa expectativa es ilusoria. La alta tasa de homicidios y de extorsiones es argumento contundente contra los esfuerzos gubernamentales represivos.
En un arranque de firmeza, el Gobierno propuso un amenazante estado de excepción, pero rápidamente lo redujo a medidas extraordinarias no contempladas en el plan El Salvador Seguro. Sacar el Ejército a la calle, incluidos los reservistas; liberar a los ancianos y a los enfermos para descongestionar las cárceles, una medida humana fundamental; y considerar la implantación del estado de emergencia no tiene nada de extraordinario. Desde hace ya tiempo, el Gobierno allana viviendas, captura personas, confisca bienes e interfiere comunicaciones sin orden judicial, sin identificarse y exhibiendo un poder represivo, incluso brutal. La capacidad policial para identificar, capturar y reunir pruebas condenatorias es casi nula. Por lo general, la investigación solo arroja como resultado de dónde salió la orden de matar o de extorsionar, sin aclarar quién la dio, quién la ejecutó y por qué motivos.
Quizás ha llegado el momento de probar la alternativa de sentarse a conversar abiertamente con la dirigencia de las pandillas sobre el cese de la violencia, la entrega de armas, su disolución y sometimiento a alguna forma de justicia transicional a cambio de garantizarles a sus integrantes educación, empleo y salud. No se trataría de negociar, sino de explorar posibilidades para detener la violencia y erradicar su motivación original. No se ofrecen privilegios, sino garantías constitucionales. Tampoco se garantizaría impunidad, como la que todavía beneficia a los exmilitares violadores de los derechos humanos, ya que se contempla una justicia transicional.
Se puede objetar, y con razón, que se les ofrecería a las pandillas unas garantías constitucionales que en la actualidad se le niegan a la mayoría de la población. Más aún, semejante oferta constituiría un agravio comparativo, pues recompensa a los terroristas mientras posterga a la ciudadanía honrada. Pero por algún lado se debe romper el círculo de muerte en el que nos encontramos. La oferta debe ser lo suficientemente atractiva como para abandonar la violencia como medio de vida. Además, el agravio comparativo desaparecería si el Gobierno, los políticos y el sector privado se esforzaran por entregar a la sociedad esos derechos constitucionales negados.