La cifra de muertos por influenza AH1N1 se ha duplicado a nivel mundial en el último mes y supera los 700 desde el comienzo de la pandemia, así lo ha informado la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Según la OMS, nos encontramos en una fase creciente y sostenida de transmisión del virus, es decir, en una fase correspondiente a pandemia. Existen, al menos, 108 mil 228 casos confirmados en 142 países. Estados Unidos encabeza la lista con 37 mil 246 casos y 211 muertes. El Salvador reporta 466 casos confirmados, 85 sospechosos, 6 muertos y 64 contactos en vigilancia.
La fase pandémica obliga a los Estados a organizar, comunicar y poner en práctica medidas de mitigación. Estas, según la OMS, tienen que ver con el manejo adecuado de los pacientes y con el apoyo y fortalecimiento del sistema de salud. En lo que respecta a las medidas de carácter comunitario, la mitigación implica el cierre de centros educativos, la cancelación de reuniones masivas y brindar información oportuna a la ciudadanía. Entrar a esta fase puede implicar ponernos en "alerta roja". El propósito: frenar el crecimiento de las infecciones, reducir la presión sobre el sistema hospitalario y establecer prioridades de atención en materia de salud pública.
Una de las críticas recurrentes que se hace a las autoridades del país, pero también a la ciudadanía, es la falta de una cultura de prevención. Y cada vez que hay amenazas que pueden convertirse en desastre, volvemos al tema para después dejarlo en el olvido.
Cultura y prevención no parecen estar unidas en la práctica de gobernar ni en la vida cotidiana de la población. La cultura es el modo que tienen los seres humanos para enfrentar y resolver sus necesidades, sus amenazas y sus limitaciones. A diferencia de los animales, que en su capital biológico traen las respuestas para enfrentar el entorno, el ser humano tiene que crear sus respuestas. De ahí surgen sus saberes y haceres propios, es decir, la cultura. La prevención, por su parte, es la actitud proactiva para emprender acciones que disminuyan o eliminen el impacto de las amenazas o peligros que se levantan contra la vida. La cultura de la prevención es, entonces, el modo colectivo de saber responder ante los distintos tipos de amenazas y vulnerabilidades que se producen en una sociedad concreta.
Si esto es así, la cultura de la prevención no se adquiere por casualidad. Sólo puede darse como resultado de un proceso de aprendizaje que debe comenzar en los primeros años de la escolaridad. Cuanto más vulnerables seamos, más necesitamos de la cultura de la prevención. Hay que estar prevenidos ante los desastres, la enfermedad, la inseguridad alimentaria, los accidentes, la crisis económica, etc. Tener una cultura de la prevención es, en principio, una responsabilidad de los Estados, pero también de los ciudadanos.
El caso que hoy nos ocupa, el ya famoso virus H1N1, demanda del Ministerio de Salud Pública un liderazgo animado por la cultura de la prevención que busque salvaguardar, ante todo, la vida de las personas. Ese tiene que ser el interés mayor, que ha de estar por encima de las posiciones consideradas política o económicamente correctas. Y eso pasa por disponer de los recursos necesarios y suficientes para dar seguridad y protección; por tomar decisiones oportunas que den certidumbre en un contexto de crisis; por mantener a la población debidamente informada; por tener un plan de mitigación eficaz. Sin olvidar, claro está, que la cultura de la prevención ha de ser cultivada "arriba" y "abajo", entre quienes tienen la responsabilidad de gobernar y entre los ciudadanos comunes. Ha de ser cultivada de forma permanente y sistemática, porque, al parecer, este virus ha venido para quedarse, como se han quedado el VIH, la hepatitis, el dengue, la gripe común, entre otros. Por tanto, se tiene que ser proactivo, no reactivo; es decir, se tiene que estar preparado para emprender acciones de prevención, independientemente de que exista o no un desastre inminente.
La población, por su parte, ha de estar consciente de que su aporte para frenar la actual pandemia no se reduce al uso de una mascarilla, sino que éste tiene que complementarse con buenos hábitos de higiene, de alimentación y de convivencia respetuosa hacia los demás.
Debemos también enfatizar que la prevención comienza con una buena y oportuna información: no pintar la realidad del problema ni peor de lo que es —produciendo alarmismo paralizante— ni restándole peso a la gravedad —produciendo un quietismo irresponsable—. Cargar con esta nueva realidad exige, para los que toman decisiones, un alto grado de realismo. Aristóteles, que propugnaba el mejor Estado posible en la práctica, sostenía: "No hace falta un gobierno perfecto; se necesita uno que sea práctico".
En consecuencia, si la información y orientación divulgadas no se reflejan en medidas operativas por parte del Gobierno, y en hábitos de prevención por parte de la ciudadanía, la pandemia terminará ocasionando mayores daños en nuestra salud, ya vulnerada por otras enfermedades de carácter crónico, como las infecciones respiratorias y diarreicas.
Si no queremos lamentarnos de un mayor daño del que ya ha ocasionado esta pandemia, hay que poner a producir una cultura de la prevención. La sabiduría popular lo expresa espléndidamente: "Más vale prevenir que lamentar". Pero la prevención es lo contrario de la improvisación: requiere conocimiento del entorno, planes de mitigación, aprendizaje de la cultura del cuidado, compromiso con la protección de la vida, participación de la ciudadanía. La pandemia actual plantea una nueva oportunidad para desarrollar con fuerza la necesaria cultura de la prevención. Las múltiples vulnerabilidades que caracterizan a nuestros países lo exigen.