El lema de la campaña sobre la beatificación de monseñor Romero, escogido por la jerarquía de la Iglesia católica salvadoreña, es “Romero, mártir por amor”. El lema tiene un sentido profundo, pero también conlleva un peligro. Como se sabe, uno de los riesgos más graves de todos los valores universales —el amor no es la excepción— es que su interpretación abstracta puede derivar fácilmente en algo vago, genérico y puramente conceptual. Es el peligro de hablar del amor ideal sin hacer referencia al amor real o, peor aún, enfatizar su carácter puramente formal para eludir las exigencias concretas que demandaría una vida animada y orientada por el amor, en un contexto donde este no solo parece irrelevante, sino ajeno al mundo social, político, económico y cultural. De ahí que para entender lo que puede significar monseñor Romero como mártir del amor, hay que ver cómo era la realidad en la que desarrolló su ministerio y cuál fue su reacción desde su profundo amor cristiano.
Según los Evangelios, el amor-modelo está ejemplificado en la vida de Jesús de Nazaret. Es emblemático en este sentido el conocido texto de Juan ubicado en el marco de un largo discurso de despedida que dio Jesús a sus discípulos, donde se recogen algunos rasgos fundamentales que han de recordar sus seguidores a lo largo de los tiempos para ser fieles a él y a su proyecto: “Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos”. Y en una ocasión, cuando se le pregunta a Jesús cuál es el primero de todos los mandatos, él responde que el amor a Dios y al prójimo. Y en coherencia con ello, su vida estuvo radicalmente animada por el amor.
Los relatos evangélicos nos dan testimonio de una persona que era esencialmente un ser humano para los otros. El Apóstol Pedro lo describe así: “Saben que Dios llenó de poder y Espíritu Santo a Jesús de Nazaret, y que Jesús anduvo haciendo el bien y sanando a todos los que sufrían bajo el poder del mal. Esto lo pudo hacer porque Dios estaba con él”. La forma de amar de Jesús, pues, estuvo configurada por el Espíritu de Dios y por la realidad de su pueblo, al que miraba como “ovejas sin pastor”. Esto lo llevó a compadecerse de las muchedumbres hambrientas y desorientadas; a rechazar que sus discípulos lo llamaran “maestro”, sino “amigo”; a sentir una profunda tristeza ante la muerte de su amigo Lázaro. Y ese mismo modo de amar lo lleva también a indignarse ante la dureza de corazón de quienes pasan de largo ante el sufrimiento humano; lo lleva a desenmascarar a los que explotan al pueblo en la esfera social o religiosa: ricos, escribas, fariseos, sacerdotes o gobernantes. Por su forma de amar, amparó y devolvió dignidad a los considerados inmorales; a los paganos y samaritanos, a las mujeres, niños y enfermos; y a los pobres sin poder.
Ese amor-modelo, hecho realidad en la vida de Jesús, es el que buscó concretar monseñor Romero en su propia historia. Desde su fe profunda y a la luz de la palabra de Dios y del pensamiento social de la Iglesia, habló de las consecuencias históricas del pecado en El Salvador, que se presentan con rasgos muy trágicos y exigencias cristianas muy urgentes: “Mortalidad infantil, falta de vivienda, problemas de salud, salarios de hambre, desempleo, desnutrición, inestabilidad laboral”. La situación de extrema pobreza generalizada, dijo, “adquiere, en la vida real, rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, que nos cuestiona e interpela: rostros de niños golpeados por la pobreza desde antes de nacer, rostros de jóvenes desorientados por no encontrar su lugar en la sociedad, rostros de campesinos privados de tierra, rostros de obreros frecuentemente mal pagados y con dificultades para organizarse, rostros de subempleados y desempleados excluidos por modelos de desarrollo económico, rostros de marginados y hacinados urbanos que carecen de lo fundamental frente a la ostentación de la riqueza de otros, rostros de ancianos frecuentemente marginados por la sociedad”.
Con respecto a la violencia represiva del Estado, son bien conocidas sus palabras proféticas, que movieron el piso a los que se denominaban cuerpos de seguridad: “Yo quisiera hacer un llamamiento muy especial a los hombres del Ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos, y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’”. Sin duda, a monseñor Romero le impactó hondamente el sufrimiento del pueblo salvadoreño; al sistema que lo provocaba lo calificó de “desorden espantoso”, “pecado estructural escandaloso”, “imperio del infierno”. Formas recias para señalar lo que produce la injusticia, la inequidad y la crueldad de la violencia. Él consideraba que la Iglesia traicionaría su mismo amor a Dios y su fidelidad al Evangelio si dejaba de ser defensora de los que en un momento llamó “el Divino traspasado”. Y en coherencia con ese amor y esa fidelidad, defendió, acompañó y se involucró con las víctimas de ese sufrimiento. Así fue su forma de amar.
Ahora bien, el amor de monseñor Romero no se reduce a un sentimiento caritativo, a un alivio de urgencias individuales, a una actividad puramente paternalista. Se constituyó en una fuerza ética y profética que interpeló a las estructuras indolentes e inhumanas promotoras de injusticia y exclusión, e inspiró un modo de convivencia fundamentado en el respeto a los derechos de los pobres, la indignación por el daño injusto y la compasión ante el sufrimiento de las víctimas que llega hasta las entrañas. Esa forma de amar desató el rechazo y el odio por parte de quienes se sintieron cuestionados. Lo denigraron y lo amenazaron. Y en ese contexto de muerte anunciada, Romero expresó en su último retiro espiritual: “Mi otro temor es acerca de los riesgos de mi vida. Me cuesta aceptar una muerte violenta que en estas circunstancias es muy posible (…) Las circunstancias desconocidas se vivirán con la gracia de Dios. Él asistió a los mártires y si es necesario, lo sentiré muy cerca al entregarle el último suspiro. Pero más valioso que el momento de morir, es entregarla toda la vida y vivir para él”.
Por todo ello, podemos afirmar que efectivamente monseñor Romero fue un “mártir por amor”. Y desde la concreción histórica, debemos decir que lo fue por amor a los pobres, al Evangelio, la verdad y la justicia. Jon Sobrino lo resume en los siguientes términos: “Entre nosotros, el ejemplo más preclaro de mártir es monseñor Romero. Se compadeció de un pueblo de pobres, víctimas de la opresión de la injusticia y de la represión violenta. Se puso a su servicio y los defendió de sus opresores, oligarquía, cuerpos de seguridad, Fuerza Armada, escuadrones de la muerte, prensa mentirosa. Por eso, sobre él cayó la difamación y la persecución. Se mantuvo fiel, fue asesinado y resucitó en su pueblo. Muchos lo han llorado como se llora a un padre. Le rezan, le hacen poesías y le dedican cantos. Y sigue derramando su espíritu. Muchos ponen a producir lo que él fue”.
En un mundo indolente, esta forma de amar se torna —hoy, como ayer— en uno de los mayores desafíos que tiene la humanidad. Dicho en palabras de monseñor Romero: “Esta es la gran enfermedad del mundo de hoy: no saber amar. Todo es egoísmo, todo es explotación del hombre por el hombre. Todo es crueldad (…) todo es violencia (…) ¡Se hacen tantas groserías de hermanos contra hermanos! Jesús, ¡cómo sufrirás al ver el ambiente de nuestra patria de tantos crímenes y tantas crueldades! (…) Me parece mirar a Cristo, entristecido, diciendo: “Y yo les había dicho que se amaran como yo los amo’”.