El aborto ha sido siempre una cuestión muy polémica en nuestro país. Desde 1997, El Salvador tiene una de las leyes de aborto más restrictivas del mundo, ya que lo castiga incluso cuando la vida de la mujer está en riesgo y en casos de violación. El dedo incriminador se levanta inclemente contra quienes resultan sospechosas de haber abortado, dejando de lado el principio de presunción de inocencia. Una estudiante de último año de bachillerato de un instituto público fue noticia la semana pasada por este tema. Según la mayoría de los medios de comunicación, es supuestamente responsable del aborto de su bebé, que dejó abandonado en los baños del centro educativo. De acuerdo a la Fiscalía, la joven será procesada por homicidio agravado, aunque esperan el fallo del Instituto de Medicina Legal. En el hospital donde se recupera de la hemorragia que sufrió, la muchacha es custodiada por la Policía por su calidad de supuesta homicida.
Es costumbre en el país: primero se culpabiliza y después de investiga. La reacción de las autoridades fue inusualmente rápida, como la ha sido en otros casos similares. La Fiscalía se pronunció con prontitud y la Policía puso a la estudiante bajo custodia de inmediato. Y más tardó la noticia en difundirse que en publicar propaganda contra el aborto las organizaciones que se proclaman defensoras de la vida. De acuerdo con las leyes actuales, de ser encontrada culpable, la joven podría afrontar una pena de entre 20 y 30 años de prisión. En resumen, a la estudiante se le comenzó a culpabilizar sin antes haberse conocido las pruebas científicas de rigor ni los aspectos más profundos de la situación en que sucedieron los hechos.
Muy pocos han reparado en las condiciones y circunstancias en las que se dio este caso. A nadie le interesa que el supuesto progenitor amenazó con negar su paternidad, según ha declarado la abuela de la muchacha. Tampoco se pondera que la criatura era producto de una relación que algunas culturas catalogan como incestuosa. Mucho menos se ha investigado si esa relación se dio con el consentimiento de la muchacha o bajo coacción. Nadie ha reparado en el tremendo sufrimiento interior que debió pasar la joven al tener que esconder bajo su uniforme el fruto de una relación prohibida no solo por el parentesco político con el supuesto progenitor, sino por el rol religioso que él desempeña. Nadie tampoco parece dar crédito a que por esta situación la joven nunca tuvo control médico y que, de acuerdo a la abogada defensora, padecía de una infección vaginal que pudo provocarle el parto prematuro.
La posibilidad de que esa versión sea la verdadera sale sobrando para los que creen en una divinidad que, según ellos, goza con el ajusticiamiento moral y penal de quien solo se presume culpable de aborto. Muchas de las personas que dicen defender la vida en esta temática seguramente se alegran con el exterminio físico de jóvenes que han entrado en conflicto con la ley. Para estas personas, no vale la pena defender las vidas de los que por circunstancias diversas se han equivocado de camino. Muchos también están de acuerdo con los salarios de hambre que se les paga legalmente a los trabajadores salvadoreños, como si negarles su dignidad no fuera también un atentado contra la vida.
El caso de la joven es uno de muchos. En el país, por lo menos 18 mujeres guardan prisión por la penalización total del aborto; mujeres que han sido declaradas culpables de delitos graves, como el homicidio, y condenadas a largas penas, en muchos casos sin haber agotado todos los recursos legales. El Ministro de Educación ha reconocido que, al menos registradas, hay 39 estudiantes embarazadas en el sistema educativo nacional. Es decir, este es un problema del que debemos hacernos cargo como sociedad, abordándolo con sensatez y poniendo en el centro del tapete la vida y dignidad humanas, tanto de los que están por nacer como de los que son responsables de procrearlos.