Es difícil visitar la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) sin conmoverse por el testimonio del martirio de los jesuitas. Se trata de una universidad-santuario en cuyo corazón está el Centro Monseñor Romero y el museo de los mártires, el jardín de la comunidad jesuita en el que fueron asesinados (hoy testimoniado por un hermoso rosal) y la habitación que ocupaba la trabajadora de la casa y su hija, también asesinadas. Contiguo a la comunidad y al museo está la capilla de la universidad, donde están enterrados los jesuitas mártires. Todo es de una enorme sencillez. En mis conversaciones con las autoridades, académicos y funcionarios, percibí cómo este testimonio ha marcado a esta universidad. No hubo conversación donde en algún momento no apareciera el tema de los mártires. Los salvadoreños, personas de una gran calidez, acogida y cariño, están marcados por las heridas de la guerra. Los jesuitas asesinados, monseñor Romero y miles de mártires anónimos son semillas de vida que brotan en medio del esfuerzo por sanar las huellas de doce años de conflicto (1980-1992) y setenta y cinco mil muertos y desaparecidos.
Este 16 de noviembre se cumplen veinticinco años del asesinato de este grupo de jesuitas. En la lista figuran Ignacio Ellacuría, entonces rector de la Universidad y discípulo del filósofo español Xavier Zubiri; Ignacio Martín-Baró, vicerrector académico y notable académico de psicología; Segundo Montes, director del Instituto Universitario de Derechos Humanos; Juan Ramón Moreno, director de la Biblioteca de Teología; Amando López, profesor de filosofía, y Joaquín López y López, el único salvadoreño del grupo de los jesuitas (el resto eran españoles) y uno de los fundadores de la universidad y estrecho colaborador. Además, fueron asesinadas Elba Ramos, trabajadora de la comunidad, y su hija Celina, de tan solo 16 años de edad.
Literalmente, la universidad fue descabezada. Este asesinato se dio en el contexto de la extrema violencia política de esos años y de las gravísimas violaciones de los derechos humanos cometidos por el Gobierno o con su complicidad.
El asesinato-martirio de este grupo de hombres no fue casualidad, sino la consecuencia de las continuas denuncias que realizaron los jesuitas y de su compromiso en el proceso de paz de El Salvador, proceso que no quería el Gobierno, pues prefería el exterminio total de la guerrilla. También fue el corolario de una universidad que se comprometió fuertemente por luchar contra las injusticias estructurales. Es difícil no recordar estos eventos sin traer a la memoria las palabras del Decreto 4º de la Congregación General 32 de la Compañía de Jesús: “No trabajaremos por la justicia sin pagar algún precio por ello”.
La Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” se transformó, así, en el ícono de una universidad que se tomó muy en serio la promoción de la justicia y que pagó un alto precio.
Esta opción de la UCA fue deliberada y reflexionada ampliamente, como lo testimonian los abundantes escritos de Ignacio Ellacuría. A propósito de los veinticinco años de este acontecimiento, vale la pena que nos preguntemos por la naturaleza de esta propuesta universitaria y por su validez en el contexto chileno.
La universidad transformadora
El modelo que piensa Ellacuría puede resumirse en una universidad puesta al servicio de la transformación de la sociedad. En una sociedad marcada por la injusticia, la universidad no puede ser neutral. El razonamiento parece simple. Si los jesuitas entienden su misión como el servicio de la fe y la promoción de la justicia que esa misma fe exige, una universidad de la Compañía de Jesús no tiene sentido sino en la medida que ayude al cumplimiento de esa misión que, particularmente en Latinoamérica, un continente de profundas injusticias, se traduce en la lucha por terminar con las estructuras que condenan a miles de personas al sufrimiento y la miseria.
La universidad se pone al servicio de la sociedad y de la transformación de sus estructuras de injusticia. Es decir, se pone al servicio de la liberación de los oprimidos y toma partido por las grandes mayorías. Este modelo de universidad, que podemos llamar “transformador”, desafía la idea tradicional de universidad, entendida como una comunidad que busca apasionadamente la verdad sin otro compromiso que esa misma verdad.
¿Son ambos modelos compatibles? Depende lo que entendamos por verdad. Si la verdad es algo abstracto que no supone compromisos ideológicos, la idea de universidad transformadora es incompatible con una universidad que busca simplemente la verdad. Pero si la verdad se la comprende situada en una historia donde se plantea desde un lugar determinado en medio de un conflicto entre aquellos que quieren mantener las estructuras opresivas y aquellos que persiguen la liberación de un pueblo, la lucha por la verdad y la lucha por la justicia no se disocian. La verdad se entiende entonces como ponerse “del lado correcto de la historia”, junto a las grandes mayorías. En un contexto así, no existe una lucha por la verdad “abstracta”, a-histórica, si no está asociada a una situación que reclama nuestro compromiso.
En el modelo clásico de una universidad católica, la universidad busca la verdad, pues la verdad nos acerca a Cristo y, en cierto sentido, es Cristo mismo (Juan 14, 6). Sin negar lo anterior, hoy, para la Compañía de Jesús, el servicio de la fe y la búsqueda de la verdad pasan por la lucha por la justicia. La verdad, entonces, se concreta en la lucha por la liberación de aquellos cuya dignidad se vulnera. Esta tradición, que vincula el seguimiento de Jesús con el compromiso con el que sufre, nos inserta en el corazón del Evangelio.
En nuestro contexto
¿Qué nos dice la idea de universidad transformadora? ¿Cómo inspira a la realidad universitaria chilena? Por ejemplo, la Universidad Alberto Hurtado se ha entendido a sí misma como universidad al servicio de la transformación de la sociedad. Pero ¿cómo se transforma universitariamente un país y un continente? Una buena guía para esta respuesta la podemos encontrar en la definición de la universidad como universidad compleja, vale decir, que se ocupa de las tres funciones universitarias: docencia, investigación y extensión.
La tarea de extensión y vinculación con el medio supone comprender cuáles son los desafíos del contexto y cuáles las transformaciones urgentes de promover. El contexto del Chile de hoy es distinto al que enfrentó Ellacuría en su tiempo. En ese momento de El Salvador existían grandes mayorías en la miseria y una elite muy reducida, que tenía en sus manos el poder político y económico. Parecía que no quedaba otra opción que tomar partido por las grandes mayorías y poner la universidad al servicio de ellas.
En nuestro contexto, la lucha por la justicia asume nuevas complejidades. Las respuestas y las soluciones no aparecen tan polares. Muchos que aspiran a una sociedad más justa tienen, legítimamente, opciones distintas, por lo que no se vislumbra una sola respuesta. Nuevos desafíos de justicia emergen, tales como temas de género, medioambientales, étnicos. El desafío en nuestro país, más que superar la miseria, pasa por la inclusión, por la equidad, una educación de calidad para todos, la salud democrática, el medio ambiente o la calidad de vida.
El análisis de la realidad y el descubrimiento de las respuestas de justicia más apropiadas no se pueden hacer sin investigación, la segunda función de una universidad compleja. Las universidades se ven desafiadas por responder a estándares de calidad y de acreditación que las impulsan a alcanzar buenos índices en investigación y publicaciones indexadas. La pertinencia del quehacer universitario no se puede separar de la capacidad de mostrar índices de excelencia. Estos son difíciles de cumplir sin investigación disciplinar, la cual, a su vez, no puede justificarse siempre desde su relevancia o pertinencia social. En muchas disciplinas, hay investigaciones que las enriquecen sin que necesariamente se vea el vínculo con la solución de problemas sociales.
De esta manera, aparece una tensión entre incidencia social y excelencia académica. El desafío es, obviamente, ser instituciones de excelencia y, al mismo tiempo, ser instituciones que tienen incidencia. Para Ellacuría, solo la investigación socialmente relevante tenía espacio. Hoy eso no es posible en el marco de universidades que quieren acreditarse frente a la sociedad en investigación.
La tercera función de una universidad compleja es la docencia. Aquí volvemos a notar diferencias con el proyecto universitario de Ellacuría: el tema de los alumnos. Para Ellacuría, los estudiantes no son el foco central, pues él veía la universidad principalmente al servicio de la transformación de la sociedad. En ese sentido, la universidad tiene un fin instrumental. En los contextos actuales de surgimiento de las clases medias y de desafíos de igualdad de oportunidades y de la equidad, los estudiantes son un aspecto central del proyecto universitario, en la medida en que la transformación social que se propone la universidad pasa por darles una excelente formación a quienes no han tenido las mejores oportunidades. Además, en la línea de la tradición educativa ignaciana, la formación de toda la persona pone al estudiante al centro del proyecto educativo.
¿Qué sucede con el antiguo desafío de la Compañía de Jesús de formar a las elites? Este desafío es, de alguna manera, dejado de lado en el proyecto de Ellacuría a partir de la percepción de que las elites católicas más bien han reproducido la injusticia. En el contexto de una universidad como la Universidad Alberto Hurtado, me parece que sigue vigente el desafío de educarlas, pero con muchos matices respecto a cómo fue concebido originalmente en los tiempos de san Ignacio. Chile ha experimentado cambios muy importantes en la educación y en la composición de la elite. La educación superior se ha masificado. El 70% de los alumnos son primera generación de universitarios en sus familias. Hoy el desafío es formar profesionales competentes, responsables, con sentido ético. La vieja aspiración de la Compañía de Jesús de transformar la sociedad a través de la formación de las clases dirigentes, entonces, no puede ser abandonada. Pero la universidad se empeñará por ampliar esas elites, por favorecer la movilidad social, por evitar que los mismos que concentran la riqueza concentren el poder político, el poder cultural y comunicacional.
¿Continuidad o discontinuidad?
¿Está vigente el proyecto de una universidad transformadora? La universidad de Ellacuría es consecuencia de la opción de la Compañía de Jesús por la promoción de la justicia y se da en un contexto histórico determinado. Ese proyecto, sin duda, marca a las universidades jesuitas en su conjunto. La promoción de la justicia pasa a ser un elemento indispensable del quehacer universitario. Sin embargo, la forma concreta que esa opción toma varía según el contexto.
La mera respuesta de ser una institución que busca la verdad no parece suficiente en un mundo donde hay tanta violencia, sufrimiento e injusticia. Una universidad jesuita no puede ser neutral frente al dolor. Estamos siempre desafiados a pensar cómo contribuimos a un mundo más humano.
El desafío es ser fieles al sustantivo universidad y al adjetivo jesuita. No podemos dejar de ser universidad. Tenemos que aspirar a los estándares más altos en investigación, docencia y extensión. Debemos, al mismo tiempo, ser pluralistas, integradores. La libertad de cátedra y de investigación son esenciales. Sin embargo, el carácter jesuita de nuestras universidades abre desafíos insoslayables en la formación del alumnado, en investigación universitaria, en la proyección social o vinculación con el medio y en la misma comunidad universitaria.
En lo referente a la formación del alumnado, no nos podemos entender como meras instituciones que producen profesionales, sino como instituciones formadoras de personas al servicio de los demás. La formación de excelencia de estudiantes con sentido social, conscientes de los problemas de su sociedad y del mundo, preparados a poner sus talentos a disposición de su mundo, es crucial. Al mismo tiempo, nuestras instituciones deben ser integradoras y dar oportunidades a quienes históricamente no las han tenido.
En lo que refiere a la investigación universitaria, sin afectar la necesaria libertad de investigación y su calidad, la universidad jesuita no puede olvidar los problemas que atañen, principalmente, a los pobres. Ese sesgo se puede manifestar en la elección de ciertas áreas o en el sostenimiento de centros de investigación que responden a necesidades sociales urgentes. No todos sus investigadores deben estar respondiendo a los problemas prioritarios y a los de justicia, pero como institución debe poner su saber al servicio de la transformación de la sociedad.
En cuanto a la proyección social o vinculación con el medio, no puede olvidarse de su aporte a la sociedad. La definición de la Universidad Alberto Hurtado como una universidad con sentido público es esencialmente jesuita. Ellas, por definición, están al servicio de la sociedad y, por lo mismo, deben cuestionarse su incidencia política, su participación en los debates y sus acciones para promover una sociedad más justa.
En conclusión, podemos afirmar que el desafío de la universidad transformada de la cual la UCA de El Salvador y el martirio de los jesuitas son un ícono y paradigma, sigue hoy vigente. Las tensiones y riesgos que entraña no deben paralizarnos, ni menos desanimarnos, sino más bien motivarnos para seguir construyendo un proyecto académico de excelencia, integrador, sin fines de lucro y al servicio de la sociedad.