Con frecuencia hablamos de pactos nacionales, grandes acuerdos sociales, proyectos de realización común. Los vemos necesarios para salir adelante en ese duro camino que es el desarrollo. Los aplicamos a la seguridad ciudadana, a la economía, al desarrollo y a todas esas tareas que nos quedan, bajo muchos aspectos, pendientes. Pero siempre debemos preguntarnos si tenemos las condiciones estructurales para que los acuerdos puedan ser fructíferos. Porque generalmente no basta con que sean buenos, tengan una dimensión positiva y estén técnicamente bien hechos. Es necesario que las condiciones económicas y sociales reales de cualquier país que se decida a pactos sociales no nieguen estructuralmente lo que se quiere conseguir. En otras palabras, si no hay una labor previa o simultánea de hacer desaparecer las diferencias graves entre la gente, es muy difícil que un pacto social funcione.
Para concretar lo que se afirma, valgan algunos ejemplos. Se puede conseguir apoyo teórico de muy diversos sectores para construir un pacto de seguridad ciudadana. Pero si no rompemos con nuestras diferencias patentes y humillantes, es difícil que estas dejen de generar conflictos. Si establecemos un salario mínimo diferente para el campo y para la ciudad, para la industria y para los servicios, estamos diciendo arbitrariamente que un trabajo vale menos que otro. Y si la diferencia entre el trabajo de la ciudad es más del cien por ciento superior al del campo, estamos creando una especie de estratificación social con resultados maléficos para nuestra sociedad. Que un vendedor de camisas en un establecimiento comercial genere más riqueza para un país que un campesino es, de entrada, falso y mentiroso. Y además es denigrante para el campesino. La desproporción entre los salarios mínimos insulta el trabajo de muchos. Y el insulto y el desprecio del valor del trabajo de las personas raramente son compatibles con los acuerdos amistosos, al menos en el largo plazo. Si tenemos dos sistemas públicos de salud que atienden con diversa calidad según sea el ingreso de las personas, estamos ya estableciendo una especie de sociedad de castas, que hoy resulta intolerable desde los términos democráticos que consideran básica la igual dignidad de la persona y, por tanto, iguales los derechos de acceso a la salud que debe garantizar el Estado.
Los técnicos en estudios sociales suelen decir que los grandes pactos nacionales exitosos han venido acompañados siempre por reformas sociales previas o por una fuerte intervención reformista al tiempo que se estipulan los acuerdos. A nosotros, por el contrario, nos encanta hacer acuerdos nacionales sin establecer reformas estructurales. Y es ciertamente muy difícil llegar a pactos exitosos si no tocamos las dimensiones estructurales que clasifican a las personas en sujetos con derechos y sujetos sin derechos, o con derechos superiores y derechos inferiores. Ya hemos mencionado el doble sistema de salud pública, con diferente oferta de calidad, y el doble rasero para establecer el salario mínimo, que además es injusto, insultante y condena a la pobreza a quienes lo reciben, especialmente en el campo. Pero además, el sistema de pensiones no es universal y no valora el trabajo ni la producción de riqueza de una buena parte de la población. El sistema tributario no es equitativo, es claramente regresivo y golpea con más fuerza a los salarios bajos, por la disminución que implica, aunque solo sea con el IVA, en la capacidad de consumo. El sistema educativo tiene enormes brechas y carencias, negando en la práctica posibilidades de desarrollo personal a un alto porcentaje de jóvenes y adolescentes.
En ese contexto, no podemos hablar de grandes acuerdos nacionales mientras no enfrentemos estos problemas. Al contrario, los grandes acuerdos nacionales deberían centrarse en reducir las diferencias existentes, que son en muchos aspectos creadoras de desconfianza social y resentimiento. Discriminar personas por su trabajo, formal o informal, del campo o la ciudad, a la hora de administrar sus derechos básicos, no crea cohesión social ni espíritu de colaboración. Y sin cohesión social es muy difícil que funcionen los acuerdos nacionales de desarrollo, donde todos debamos poner interés, confianza, sacrificio y esfuerzo. Si a todo esto unimos unas élites inconscientes, amantes del dinero en gran escala, indiferentes ante la pobreza, que se sienten cómodas en medio de estos sistemas discriminatorios en el campo de los servicios a la ciudadanía, la posibilidad de grandes pactos se aleja. Reflexionar seriamente sobre la dimensión discriminatoria, injusta y clasista de nuestras redes de protección es una tarea previa a los grandes acuerdos nacionales.