Las sentencias de la Sala de lo Constitucional incomodan sobremanera a los otros dos poderes del Estado, al Ejecutivo y a la Asamblea Legislativa, y también al partido de gobierno. Todos reciben las sentencias con manifiesto malestar, acompañado de diatribas irracionales como afirmar que los magistrados invaden sus competencias o que pretenden dar un golpe de Estado.
En realidad, eso podría evitarse con facilidad si los funcionarios del Gobierno, comenzado por el mismo Presidente, y los diputados actuaran apegados a la Constitución. Pero ese no es el criterio con el cual toman decisiones. Al contrario, deciden con ligereza, por ignorancia o por desidia, un defecto intolerable dada la cantidad de asesores que deambulan por las dependencias gubernamentales. Muchas veces, las decisiones responden a intereses creados. Deciden sabiendo que violentan la Constitución, confiados en que la decisión no será cuestionada.
Ahora, actuar así les es cada vez más difícil, porque hay más información y más conciencia de los instrumentos legales disponibles para cuestionar las decisiones gubernamentales. De todas maneras, el recurso de inconstitucionalidad, aunque legítimo e incluso necesario, supone un gasto público adicional, pues la demanda debe ser procesada, discutida y votada, y luego, si es el caso, debe rehacerse lo mal hecho. El tiempo, las energías y los recursos invertidos podrían evitarse si los funcionarios actuaran con criterio constitucional y con mayor responsabilidad.
Pero ni el Ejecutivo ni la Asamblea lo ven así. Están convencidos de que el poder que detentan deben ejercerlo de manera autoritaria y que la ciudadanía debe doblegarse ante sus decisiones. Pasan por alto que el funcionario público no puede ir más allá de lo que establece la legislación. La Dirección de Educación Superior, para no hablar del ámbito político, ha impuesto a las universidades unas normas que van bastante más allá de la ley que las regula. Hasta ahora, ha tenido suerte, porque nadie ha presentado una demanda. Pero su gestión de la educación superior contradice los principios educativos proclamados por el Ministerio de Educación.
En el fondo, la concepción del poder estatal y, más aún, su ejercicio son poco democráticos y acentuadamente dictatoriales. En los herederos del partido oficial de Hernández Martínez, eso es comprensible. Pero no en el FMLN, que se sublevó para desterrar esa manera autoritaria de ejercer el poder. Quizás la vertiente militarista en la que sus militantes crecieron acalló aquellas aspiraciones democráticas una vez llegaron al poder. Un FMLN fiel a lo mejor de su espíritu rebelde original debiera haberse empeñado, en memoria de aquellos que dieron generosamente su vida por ese ideal, en fortalecer la institucionalidad del país. Pero al parecer ha podido más la tentación del poder y ha optado por seguir el modelo dictatorial de los antiguos partidos que combatió en sus principios rebeldes.
Por lo general, los funcionarios, sin importar el color, no llegan al Gobierno para servir a la ciudadanía que los eligió y que los financia con sus impuestos, sino que están exclusivamente al servicio del poder que los ha colocado en el puesto y gracias al cual se mantienen en él. De ahí se entiende a la funcionaria de la alcaldía de San Salvador que afirmó que su primera obediencia era al partido y no al alcalde.
La Sala de lo Constitucional, a pesar de sus errores, ha desempeñado en solitario un papel muy importante, pues ha demostrado, en la práctica, cómo se respeta la Constitución. Todos los demás se declaran fervorosos observantes de sus mandatos, pero, en nombre de esa fidelidad, actúan en contra de sus principios fundamentales. Si algo ha puesto en evidencia las sentencias de la Sala de lo Constitucional es la tendencia intrínsecamente autoritaria de la gestión gubernamental.