Después de 35 años, por fin monseñor Romero ha sido nombrado beato de la Iglesia universal, es decir, una persona feliz o bienaventurada en el sentido evangélico del término. Para el Evangelio de Mateo, son felices o bienaventurados los pobres con espíritu, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los que tienen el corazón limpio, los que promueven la paz y los perseguidos por causa de la justicia. En cada uno de estos rasgos podemos reconocer a monseñor Romero. Así lo ha recordado el papa Francisco al señalar que el Señor le concedió a la Iglesia salvadoreña un obispo celoso que, amando a Dios y sirviendo a sus hermanos, se convirtió en imagen de Cristo Buen Pastor.
Sin duda que el camino de beatificación ha sido largo y difícil. Se ha afirmado que la mayor dificultad fue la manipulación que se hizo de su figura y de su palabra por parte de las fuerzas políticas salvadoreñas. Sin embargo, para ser honrados con la realidad, hay que recordar los grandes obstáculos que hubo que superar al interior de una parte de la jerarquía católica, que mantenía una visión desfigurada del legado de monseñor. Eso a pesar de que Juan Pablo II y Benedicto XVI habían confirmado la autenticidad del testimonio martirial de Romero. El primero tipificó a monseñor como “un celoso pastor a quien el amor de Dios y el servicio a los hermanos condujeron hasta la entrega misma de la vida de manera violenta, mientras celebraba el sacrificio del perdón y reconciliación”. Y Benedicto señalaba que “el pueblo salvadoreño se caracterizaba por tener una fe viva y un profundo sentimiento religioso, gracias al fervor de pastores llenos de amor de Dios, como monseñor Óscar Romero”. Por su parte, Francisco pasó del elogio formal a la aceleración del proceso de beatificación, aprobando el decreto en el que se reconoce el martirio de Romero por “odio a la fe”.
Pues bien, la esperada fecha de la beatificación, 23 de mayo de 2015, llegó y resultó ser un día histórico, de gran trascendencia para el país y para la Iglesia latinoamericana. Hubo una participación multitudinaria. A la plaza del Divino Salvador del Mundo se dieron cita más de 300,000 personas, más de 1,400 sacerdotes, más de 100 obispos y 5 cardenales. Hubo transmisión satelital en vivo de la ceremonia para América y Europa. Monseñor Romero es el primer beato de El Salvador y en el calendario eclesial el 24 de marzo es ahora el día del arzobispo mártir, del beato Romero. En definitiva, pues, el acontecimiento conlleva tres dimensiones: alegría, gratitud y compromiso.
De alegría y fiesta porque la beatificación de Romero representa el triunfo de la víctima sobre el victimario, de la verdad sobre la mentira, de la justicia sobre el atropello, del amor sobre el odio. Día de gozo porque, como dijo el cardenal Angelo Amato en la misa, “mientras los perseguidores de monseñor Romero han desaparecido en la sombra del olvido y de la muerte, la memoria de Romero en cambio continúa viva y dando consuelo a todos los pobres y marginados de la tierra”. Oportunas son aquí las palabras del salmista cuando afirma que Dios no permanece inactivo, sino que custodia y cuida a la persona honrada: “El Señor se ocupa de la vida de los buenos: su herencia durará para siempre. No se marchitarán (…). Pero los malvados perecerán, los enemigos del Señor, como llama de un pastizal, se extinguirán, como el humo se desvanecerán”.
Este 23 de mayo fue también un día de gratitud. Así lo indicaba el papa Francisco en su carta dirigida al arzobispo José Luis Escobar, al recordar que “el Señor nunca abandona a su pueblo en las dificultades, y se muestra siempre solícito con sus necesidades. Él ve la opresión, oye los gritos de dolor de sus hijos, y acude en su ayuda para librarlos de la opresión y llevarlos a una nueva tierra, fértil y espaciosa, que ‘mana leche y miel’ (Ex 3, 7-8). Igual que un día eligió a Moisés para que, en su nombre, guiara a su pueblo, sigue suscitando pastores según su corazón, que apacienten con ciencia y prudencia su rebaño”. Y prosiguió: “Damos gracias a Dios porque concedió al obispo mártir la capacidad de ver y oír el sufrimiento de su pueblo, y fue moldeando su corazón para que, en su nombre, lo orientara e iluminara, hasta hacer de su obrar un ejercicio pleno de caridad cristiana”.
Francisco también exhortó a pasar de la fiesta a la gratitud y de la gratitud al compromiso. En ese sentido, proclamó que la voz del nuevo beato sigue resonando hoy para recordarnos que la fe en Jesucristo, cuando se entiende bien y se asume hasta sus últimas consecuencias, genera comunidades artífices de paz y de solidaridad. A esto —enfatizó— es a lo que está llamada hoy la Iglesia en El Salvador, en América y en el mundo: a ser rica en misericordia y a convertirse en levadura de reconciliación para la sociedad. Por tanto, concluyó el obispo de Roma, quienes tengan a monseñor Romero como amigo en la fe, quienes lo invoquen como protector e intercesor, quienes admiren su figura, encontrarán en él fuerza y ánimo para construir el Reino de Dios, para comprometerse por un orden social equitativo y digno.
¿Cómo recordar y celebrar al beato Romero? Gran parte del pueblo salvadoreño y muchos hombres y mujeres de distintos lugares del mundo lo vienen haciendo —desde hace 35 años— dejándose inspirar por él en el compromiso de ser agentes de paz, justicia y solidaridad. Sin embargo, también es cierto que existe el peligro de recordarlo solo con actos públicos (peregrinaciones, misas, vigilias, etc.), sin que haya un seguimiento en el modo ejemplar de ser humano y de ser cristiano de Óscar Romero. Para evitar esto, tengamos presente algunas de las exhortaciones que él mismo hizo: “Cada uno de nosotros tiene que ser un devoto enardecido de la justicia, de los derechos humanos, de la libertad, de la igualdad”. “Cada uno de ustedes tiene que ser un micrófono de Dios. Cada uno de ustedes tiene que ser un mensajero, un profeta”. “No seamos cobardes. No escondamos el talento que Dios nos ha dado desde el día de nuestro bautismo y vivamos de verdad la belleza y la responsabilidad de ser un pueblo profético”.
Cuando el beato Romero era un joven seminarista en Roma, poco antes de su ordenación sacerdotal, escribió lo siguiente: “Este año haré mi gran entrega a Dios. Dios mío, ayúdame, prepárame. Tú eres todo, yo soy nada. Y sin embargo, tu amor quiere que yo sea mucho. Ánimo, con tu todo y con mi nada haremos mucho”. Que estas palabras de monseñor nos pongan a pensar, es decir, nos ayuden a revisar —desde la fe cristiana— el enfoque de nuestra vida y el sentido de nuestros compromisos.