Uno de los temas más debatidos en el presente sínodo de la familia —al menos así aparece en la opinión pública— es la condición en que se encuentran las personas divorciadas dentro de la Iglesia. Dos son las posiciones contrapuestas: los que dogmatizan la indisolubilidad del matrimonio y niegan el acceso a la eucaristía para los divorciados vueltos a casar; y los que abogan por procedimientos más pastorales y espirituales que estrictamente jurídicos, favoreciendo que puedan participar “tras un tiempo de reorientación (metanoia)” en “el sacramento de la penitencia y de la comunión”. El debate, sin embargo, no es una cuestión solamente doctrinal o sacramental; se trata de revisar comportamientos tradicionales ante las personas que han fracasado en su matrimonio. Es un hecho que los divorciados, en general, no han sido comprendidos por la Iglesia ni por las comunidades cristianas. La mayoría ha sido sometida a una dureza disciplinar o abandonada a sus problemas sin la ayuda que necesita.
En la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II Familiaris consortio (1981), hay un reconocimiento implícito de esta realidad cuando se pide a los pastores y a toda la comunidad de los fieles que ayuden a los divorciados, procurando que no se consideren separados de la Iglesia. No obstante, en seguida afirma que “fundándose en la Sagrada Escritura no [puede] admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez […] dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la eucaristía”. Y advierte: “Si se admitieran a estas personas a la eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio”.
La disciplina doctrinal, expresada en estos textos y en otros similares, sigue sin dar respuestas consistentes y satisfactorias a las preguntas fundamentales que se derivan de la situación en que se encuentran tantos hombres y mujeres, que han roto su primera unión matrimonial y viven en la actualidad en una nueva condición, considerada por la Iglesia como irregular. Concretamente, siguen en pie las siguientes interrogantes: ¿cómo mostrar a los divorciados la misericordia infinita de Dios?, ¿cómo estar junto a ellos de manera evangélica?, ¿cuál fue la postura de Jesús ante el matrimonio?, ¿qué es lo que Jesús esperaba de sus seguidores, ayer y hoy? Y también sigue en pie la necesidad de responder a estas preguntas desde el corazón del Evangelio, que prevalece sobre otros documentos de la Iglesia, puesto que es el testimonio principal de la vida y doctrina del Verbo Encarnado, nuestro Salvador.
Se sabe que es deber de los exegetas trabajar para entender y exponer totalmente el sentido no solo de los Evangelios, sino también de las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en toda la Sagrada Escritura. Sin olvidar, claro está, que la Biblia no pretende ser un catálogo de verdades, sino la manifestación de la gracia, el amor y la misericordia de Dios para nosotros. Pues bien, Xavier Alegre, teólogo jesuita y especialista en el Nuevo Testamento, en su artículo “Qué nos enseñó Jesús a propósito del matrimonio”, nos ayuda a descubrir y comprender el mensaje del Hijo de Dios ante el matrimonio y ante las separaciones dolorosas. Compartimos, de forma resumida, algunas de sus valoraciones.
Un presupuesto fundamental: evitar las lecturas fundamentalistas. Si se quiere comprender bien cuál fue la postura de Jesús ante el matrimonio y, consecuentemente, qué es lo que esperaba de sus seguidores, hay que partir de un principio básico: los textos nunca se deben leer al pie de la letra, al margen del contexto literario y socio-cultural en el cual fueron escritos. Por tanto, los recuerdos de Jesús conservados en los Evangelios piden siempre ser interpretados adecuadamente, como cualquier otro texto —y más si es antiguo—. Esto implica dos cosas. En primer lugar, no deben ser leídos aislados del contexto literario global de los Evangelios, pues “un texto, fuera de su contexto, se convierte fácilmente en un pretexto”. En segundo lugar, tampoco hay que leerlos sin tener presente el contexto histórico-social y cultural en el cual nacieron. Cuando hacemos eso, los leemos en realidad desde nuestro contexto y desde nuestros conceptos; no desde la mentalidad bíblica.
La indisolubilidad del matrimonio como ideal moral. Aunque Jesús habló poco del matrimonio, parece innegable, según los Evangelios, su proclama de que en el proyecto de Dios el matrimonio es, en principio, indisoluble. Además, condenó de manera contundente el divorcio en los Evangelios de Marcos (10, 1-12), Mateo y Lucas. ¿Cómo hay que interpretar estos textos? ¿Qué pretendió Jesús con su proclama? Para responder adecuadamente es necesario, en primer término, acercarnos al talante de Jesús que revelan los Evangelios, así como al contexto sociocultural y literario en el cual sitúan sus palabras sobre el divorcio.
El talante de Jesús. A diferencia de la manera como son presentados los fariseos, escribas y sacerdotes judíos, Jesús nunca aparece defendiendo posturas legalistas. Si algo le caracteriza —a él y al Dios que quiere revelar en sus palabras y acciones— es la misericordia. Pues así es Dios. Y así deben ser sus discípulos: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”. Y lo ejemplifica en la manera en que actúa: acogiendo, compartiendo la mesa, con los pecadores y marginados, llegando a provocar con ello la crítica de los que se creían piadosos.
La situación sociocultural del matrimonio en tiempo de Jesús. La concepción del matrimonio en el mundo judío de Jesús es radicalmente distinta de la que se tiene hoy. Según la Ley, la relación entre esposo y esposa no era de igualdad, ni el matrimonio respondía a una elección libre de las parejas, sino a determinados intereses —fundamentalmente económicos— de las respectivas familias. En este contexto, la mujer queda claramente marginada, pues hasta que se casa pertenece, como propiedad, al padre y, cuando se casa, al marido. Por ello, en tiempo de Jesús, la posibilidad del divorcio solo la tenía el hombre. Este, según las concepciones laxas de la escuela del rabino Hillel, podía separarse de la mujer por cualquier motivo. O bien, según las concepciones más estrictas de la escuela del rabino Shammai, solo podía divorciarse en caso de adulterio. La mujer, en cambio, nunca podía tomar la iniciativa de divorciarse de su marido, hiciera este lo que hiciera.
La prohibición del divorcio y la defensa de la mujer. En este contexto social, los fariseos le preguntaron a Jesús si era lícito que el marido se separase de su mujer. Sabían que Jesús no era un legalista y que nunca interpretaba la Ley de modo fundamentalista, sino a favor de los marginados (y en el caso del divorcio, la mujer lo era). Buscaban, por tanto, una ocasión para acusarle de que no respetaba la Ley de Dios. Jesús no aceptó entrar en esa casuística que marginaba en su tiempo a la mujer. Y para denunciar la injusticia que suponía la casuística rabínica, se remontó a la intención primordial de Dios en la creación, de la que surge como ideal el amor indisoluble entre el esposo y la esposa. Es un ideal, a menudo utópico, pero que hoy sigue siendo más actual que nunca en un matrimonio configurado fundamentalmente por el amor de la pareja.
En suma, según Alegre, los textos evangélicos relacionados con el matrimonio y el divorcio —leídos en su contexto— no dan pie a la condena, mucho menos a excluir a los divorciados vueltos a casar de la recepción de la eucaristía, pues no es este el mensaje central que el evangelista ha querido transmitir.