Desde la formulación de la Ley Especial para una Vida Libre de Violencia para las Mujeres en 2010, El Salvador ha hablado del feminicidio en un tono incrédulo y burlón. Desde aplicadores de justicia hasta periodistas, pasando por la opinión pública, durante años fue evidente que demasiados salvadoreños no tenían interés alguno en comprender qué era lo que volvía tan malo matar a una mujer. Y esta era la justificación predilecta para tal desdén: total, la cantidad de mujeres muertas como resultado de crímenes violentos es sustancialmente menor a la de los hombres; por ende, hacer énfasis en las características que vuelven necesario hablar del feminicidio como categoría especial es discriminatorio hacia ellos. Y este el argumento subyacente: total, matar a una mujer no es ninguna novedad.
De un modo bastante torcido, esto último es cierto. La violencia ejercida contra las mujeres que desemboca en lo que ahora llamamos feminicidio ha existido durante siglos: se le llamaba crimen pasional o delito de honor. Y consistía en hombres que mataban a mujeres, usualmente sus parejas antiguas o actuales, por celos o para “defender su hombría”, antiguos epítetos de la misoginia, esa idea de que las mujeres son propiedad o del padre o de la pareja, y que deben someterse a los designios de ellos. El hombre, pues, mataba a “su” mujer. Y en tanto la creía su propiedad, lo que ocurriese entre ellos se consideraba parte del ámbito privado: lo que el propietario haga con su milpa, su vaca o su mujer es asunto suyo y de nadie más.
Le ha tomado décadas a las sociedades creerle a los feminismos cuando, apoyados en lo que formuló Diana Russell en 1970, postulan que tras la aparente irrelevancia de matar a una mujer con quien se tiene un vínculo filial o conyugal se esconde un ciclo de abusos identificable y replicado al dedillo en las sociedades patriarcales, aquellas construidas sobre la idea de que hombres y mujeres deben desempeñar distintos roles en la sociedad. El feminicidio no es, pues, un crimen pasional: no hay tal cosa como un febril arrebato o posesión demoníaca que súbitamente lleve a un hombre a apuñalar cuarenta veces a su expareja, desmembrarla y arrojar su cuerpo en espacios públicos, como se presume hizo Ronald Urbina con Jocelyn Abarca a inicios de este mes.
El femicida llega a esos niveles de brutalidad tras ejercer repetidamente un ciclo de violencias de diverso tipo, siendo cada acción más grave que la anterior hasta desembocar en el asesinato. No todas las muertes violentas de mujeres son, pues, feminicidios: el chofer del autobús que atropelló a Berta Bejarano en 2014 no ejerció sobre ella el mismo tipo de violencia que Sandro López, pareja de la víctima durante siete años, quien la empujó frente a ese bus en movimiento tras una discusión. El chofer, pues, no es un femicida; Sandro López, sí.
La brutalidad de los más recientes casos de feminicidio en El Salvador puede resultar engañosa y sugerir que el fenómeno es nuevo y aislado, un tipo de crimen tan inusual y perverso que tanto el Fiscal General como la cobertura mediática y la opinión pública coinciden en retratar al femicida como una excepción a la norma. Es más fácil convencerse de que el feminicidio es cometido por alguien con un trastorno mental que abordar críticamente cómo los modelos de relaciones sociales de nuestro país cobijan y nutren las desigualdades de género que desembocan en este tipo de delito. El femicida es producto de la sociedad en la que vive, no excepción de la misma.
Asumir esto último como punto de partida para pensar el feminicidio en El Salvador modificaría todo el abordaje actual de las violencias de género, que pone la responsabilidad entera de la comisión y prevención de estos delitos en las víctimas, no en la sociedad que construye y determina las formas en que nos relacionamos unos con otros. Reconocer, pues, que las causas del feminicidio tienen su origen en el ámbito público y no en la esfera privada de parejas y familias evidencia que la prevención del feminicidio implica ineludiblemente trabajar por reducir las desigualdades de género en nuestra sociedad.
* Virginia Lemus, de Vicerrectoría Académica.