El poder ha adquirido una modalidad hasta ahora desconocida aquí y en otras naciones. Jefes de Estado como Bukele y muchos otros están convencidos de que el poder que detentan los autoriza a comportarse de manera inicua. Razonan que si pueden y quieren, por qué no hacerlo. De esa manera el poder deriva en barbarie. Estos poderosos se reconocen entre ellos y animan mutuamente. Trump saluda a Bukele como “un líder de verdad” y como “modelo para otros que quieran trabajar con Estados Unidos”. Y no se queda en meras palabras, sino expresa su satisfacción extendiéndole una invitación para que lo visite en la Casa Blanca. La fotografía en el Despacho Oval tiene un valor inconmensurable para un Bukele ávido de reconocimientos.
En estos tiempos, el poder asume que no tiene límites. La tendencia innata al poder absoluto, en su arrogancia, no encuentra obstáculos para desarrollarse y hacerse sentir. Ni siquiera repara en el ridículo. Suelta disparates sobre cualquier cosa, ya sea economía, tecnología o historia, con la autoridad de un especialista. Solo un sistema judicial sólido se erige como un obstáculo difícil de sortear, pero no imposible, porque el poder intimida y extorsiona para salirse con la suya.
No hay más verdad y, por tanto, más realidad que el interés de dominar. El poder decreta e impone. No se engaña a sí mismo. Es consciente de su dominación y de su brutalidad. Solo actúa movido por sus intereses, lo cual lo vuelve no confiable. Hoy es aliado, incluso amigable; pero pasado mañana, puede ser un adversario implacable. Cuando habla de paz, pide sumisión incondicional. Cuando habla de justicia, quiere decir despojo. Cuando habla de verdad, espera aceptación ciega de sus decires.
No se trata solo de acumular capital ni de poseer bienes, a los cuales aquel da acceso, sino de la avidez voluptuosa del someter. La riqueza y las posesiones son simples instrumentos para experimentar el placer de avasallar. El poder se apropia de todo lo que lo rodea, ya sean cosas, animales o personas. La vida humana y la casa común donde se desenvuelve se han vuelto triviales y vulgares, descartables y despreciables. En El Salvador, la continua legislación de Casa Presidencial apunta en esa dirección. Se adueñó de la legislatura, la justicia, las elecciones, las municipalidades, en fin, de todo lo que se ofrezca, sin reparar que una centralización de tal dimensión implica torpeza administrativa y parálisis operativa. Es el placer de dominar por dominar. Nada más revelador de la naturaleza del poder.
Ese placer se consuma en exhibiciones espectaculares. Casa Presidencial anda a la caza de primeras piedras e inauguraciones, donde desplegar el poderío de Bukele. El nutrido séquito de guardaespaldas fuertemente armado que lo acompaña es parte de la puesta en escena. El vacío causado por la ausencia de obras valiosas que mostrar es llenado con la inauguración de tramos de unos cuantos kilómetros de carretera. Los antecesores de Bukele hicieron lo mismo con el ferrocarril. Aquellos presidentes lo inauguraron por tramos, ya que tampoco había mayor novedad. Las inauguraciones de Bukele van acompañadas del mismo discurso, pues, al parecer, tampoco tiene opinión sobre el acontecer nacional e internacional. En el último corte de cinta, volvió a hablar de seguridad y del esplendoroso futuro que aguarda al oriente del país.
Hasta ahora, el poder ha procedido disimuladamente, tal vez por vergüenza. La mano dura venía en guante blanco. No era más que hipocresía, aunque también admisión implícita de debilidad. Ahora, en cambio, el poder circula desnudo, como el rey del cuento, solo que ya no pretende disimular nada. Se siente tan seguro de su imperio que prescinde de las máscaras sin sonrojarse. Pero no del poder económico, de cuya compañía sigue gozando y necesitando por su contribución para profundizar su dominación.
El poder lo mismo se muestra encantador y teatral, para reforzar la dependencia de los adictos, que amenazador y cruel, para frenar y castigar a los adversarios. Aunque contradictorias, las dos caras son verdaderas. Intercambia la verdad y la mentira, según sus conveniencias. Suscitar admiración, amedrentar, desconcertar y reprimir salvajemente son parte de su juego. El poder hace caso omiso del mal. La brutalidad y la barbarie que lo caracterizan descansa en la banalidad del mal.
Levantar muros o cárceles, que es lo mismo, es fácil y rápido. Construir una nación igualitaria, fraterna y libre es inalcanzable para el poder reinante. Lo primero es la igualdad, porque sin ella no hay fraternidad y mucho menos libertad. Nada de esto figura en su agenda. Los gobernantes de estos tiempos no gestionan el poder. Ellos son el poder. Pero eso no significa que su insensatez prevalezca.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.