Se acaba de publicar el libro El nombre de Dios es misericordia, basado en una entrevista realizada al papa por el vaticanista italiano Andrea Tornielli. El hilo conductor de este volumen es la misericordia, considerada como el “carnet de identidad de Dios”. Tornielli relata que el 13 de marzo de 2015, mientras escuchaba la homilía de la liturgia penitencial, al término de la cual Francisco anunciaría la convocatoria del año santo extraordinario, pensó “que sería bonito poder plantearle algunas preguntas centradas en los temas de la misericordia y del perdón para profundizar en lo que aquellas palabras habían significado para él, como hombre y como sacerdote”. El papa aceptó la propuesta y el libro es el fruto de esa conversación. Exponemos, de forma resumida, algunas de las respuestas dadas por Francisco en torno a los temas clave abordados en esta nueva publicación.
Misericordia y compasión. Según el obispo de Roma, misericordia significa, etimológicamente, abrir el corazón al miserable. Es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar. Jesús ha dicho que no vino para los justos, sino para los pecadores. No vino para los sanos, que no necesitan médico, sino para los enfermos. Por eso, precisa Francisco, se puede decir que la misericordia es el carné de identidad de nuestro Dios. Dios de misericordia, Dios misericordioso. La compasión tiene un rostro más humano. Significa sufrir con, sufrir juntos, no permanecer indiferentes al dolor y al sufrimiento ajeno. Es lo que Jesús sentía cuando veía a las multitudes que lo seguían. El Dios hecho hombre se deja conmover por la miseria humana, por nuestra necesidad, por nuestro sufrimiento. Es parecido al amor de un padre y de una madre que se conmueven en lo más hondo por su propio hijo, es un amor visceral. Dios nos ama de este modo con compasión y con misericordia. Jesús no mira la realidad desde fuera, sin dejarse arañar, como si sacara una fotografía. Se deja implicar. De esta mirada, enfatiza el papa, necesitamos cuando nos encontramos frente a un pobre, un marginado o un pecador. Una compasión que se alimenta de la conciencia de que nosotros también somos pecadores.
¿Por qué nuestro tiempo y nuestra humanidad tienen tanta necesidad de misericordia? Para Francisco, la humanidad actual necesita misericordia porque arrastra heridas profundas. No sabe cómo curarlas o cree que no es posible curarlas. Y no se trata tan solo de las enfermedades sociales y de las personas heridas por la pobreza, por la exclusión social, por las muchas esclavitudes del tercer milenio. También el relativismo hiere mucho: todo parece igual, todo parece lo mismo. Necesitamos misericordia para enfrentar la fragilidad de los tiempos en que vivimos, la creencia de que no existe posibilidad alguna de rescate, de una mano que levanta, de un abrazo que salva, que vuelve a poner en el camino.
La Iglesia de la misericordia. El papa señala que la Iglesia condena el pecado porque debe decir la verdad, debe pronunciarse ante el pecado concreto. Pero al mismo tiempo abraza al pecador que se reconoce como tal, se acerca a él, le habla de misericordia infinita de Dios. En este sentido, explica el pontífice, la Iglesia está llamada a difundir su misericordia sobre todos aquellos que se reconocen como pecadores, responsables del mal realizado, que se sienten necesitados de perdón. La Iglesia no está en el mundo para condenar, sino para permitir el encuentro con ese amor visceral que es la misericordia de Dios. Pero para que esto suceda, reitera Francisco, hace falta salir de las Iglesias, salir e ir a buscar a las personas allí donde viven, donde sufren, donde esperan. Y en seguida habla del hospital de campo (la imagen con la que le gusta describir esa Iglesia emergente) que tiene la característica de aparecer allí donde se combate. No es la estructura sólida dotada de todo, donde vamos a curarnos las pequeñas y las grandes enfermedades. Es una estructura móvil, de primeros auxilios, de emergencia, para evitar que los combatientes mueran. En este espíritu, el papa espera que el jubileo extraordinario haga emerger más aún el rostro de una Iglesia que descubre las vísceras maternas de la misericordia y que sale al encuentro de los muchos “heridos” que necesitan atención, comprensión, perdón y amor.
La lógica de los doctores de la Ley (indolencia) versus la lógica de Dios (condolencia). Francisco recuerda el fragmento del Evangelio de Marcos que describe la cura del leproso por parte de Jesús. Una vez más, como en tantas otras páginas evangélicas, vemos que Jesús no permanece indiferente, sino que experimenta compasión, se deja implicar y herir por el dolor, por la enfermedad, por la necesidad de quien encuentra en el camino. No se echa atrás. La Ley de Moisés determinaba la expulsión de la ciudad para el enfermo de lepra, que debía quedarse fuera del campamento, en lugares desiertos, marginado y declarado impuro. Al sufrimiento de la enfermedad se sumaba el de la exclusión, la marginación y la soledad. La Ley que llevaba a marginar sin piedad al leproso tenía como finalidad evitar el contagio: había que proteger a los sanos.
Contra la exclusión. Jesús se mueve siguiendo otra lógica. Por su propia cuenta y riesgo se acerca al leproso, lo reintegra y lo cura. Y nos hace así descubrir un nuevo horizonte, el de la lógica de un Dios que es amor, un Dios que quiere la salvación de todos los hombres. Jesús ha tocado al leproso, lo ha reintegrado en la comunidad. No se ha parado a estudiar concienzudamente la situación, no ha preguntado a los expertos los pros y los contras. Para él, lo que cuenta realmente es alcanzar a los lejanos y salvarlos, como el buen pastor que deja a la grey para ir a buscar a la oveja perdida. Entonces como hoy, explica el papa, esta lógica y esta actitud pueden escandalizar, provocan la queja de quien está acostumbrado a hacer que todo entre en sus propios esquemas mentales y en la propia puridad ritualista, en lugar de dejarse sorprender por la realidad, por un amor y por una medida más grandes.
Jesús va a curar y a integrar a los marginados que están fuera de la ciudad, fuera del campamento. Haciendo eso nos señala a nosotros el camino. En este fragmento evangélico nos encontramos frente a dos lógicas de pensamiento y de fe. Por un lado, el miedo de perder a los justos, los salvados, las ovejas que están ya dentro del redil. Por otro, el deseo de salvar a los pecadores, los perdidos, los que están fuera del recinto. La primera es la lógica de los doctores de la Ley, la segunda es la lógica de Dios, que acoge, abraza, transfigura el mal en bien, transforma y redime el pecado, transmuta la condena en salvación. Haciendo esto, explica Francisco, Dios nos enseña qué debemos hacer, qué lógica seguir frente a las personas que sufren física y espiritualmente.
El contacto con los marginados de hoy. Finalmente, el papa deja planteadas algunas preguntas que llaman al compromiso ante rostros muy concretos: frente al sin techo que se instala delante de nuestra casa, el pobre que no tiene qué comer, la familia vecina que no llega a fin de mes a causa de la crisis, ¿qué debemos hacer? Frente a los inmigrantes que sobreviven a la travesía y desembarcan en nuestras costas, ¿cómo debemos comportarnos? Frente a los ancianos solos, abandonados, que no tienen a nadie, ¿cómo actuar? Francisco exhorta a servir a Jesús crucificado en cada persona marginada. A tocar la carne de Cristo en quien ha sido excluido, tiene hambre, sed, está desnudo, encarcelado, enfermo, desocupado, perseguido o prófugo. Allí encontramos a nuestro Dios, allí tocamos al Señor.
El mensaje del papa en su más reciente libro, pues, es vehemente: estamos llamados a ser misericordiosos como el Padre. En consecuencia, abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio.