Un disparo terminó con la vida de Abdulla, un joven palestino que se encontraba en una celebración previa a su matrimonio, en una aldea próxima a Gaza. Era el mes de julio del año 1948 y esta se convertiría en una escena del naciente Estado de Israel. Aquel disparo multiplicado, y extendido por toda Palestina, dejó como resultado más de 750 mil víctimas de desplazamiento forzado y más de 13 mil muertes en menos de dos años. En árabe se conoce como Nakba; es decir, destrucción, catástrofe o desastre.
El origen de esta catástrofe puede ubicarse décadas atrás, desde los conflictos ocurridos a principios del siglo XX que derivaron en la división del territorio entre Cisjordania, Gaza e Israel. Este desastre humanitario se actualiza cada cierto período de tiempo. Partiendo de ello es que el célebre poeta palestino Mahmoud Darwish se pregunta: “¿Dónde deberíamos ir después de la última frontera; dónde debieran volar los pájaros después del último cielo?”.
De 2023 hemos heredado un mundo con una alta tasa de violencia manifestada de distintas formas y en diversas regiones del planeta. Hasta octubre del año pasado, aún no contábamos con una nueva edición del enfrentamiento que arrasa a Palestina entre el grupo terrorista Hamás y el Estado de Israel. A lo anterior se suman los dos años de la invasión rusa en Ucrania, las guerras en Burkina Faso, Yemen, Sudán, Siria, Etiopía, Mali, Somalia, Nigeria, Myanmar y los conflictos en el Cáucaso.
Al cierre de 2023, el desastre humanitario global, verificado en muertes y desplazamiento forzado, se multiplicaba de manera extravagante. Según ACNUR, hasta septiembre del año pasado se contabilizaban 114 millones de personas que habían sufrido desplazamiento. Muy probablemente el año cerró con unos millones más, por los bombardeos en la Franja de Gaza desde octubre. En esta región han sido arrasadas aldeas completas, de norte a sur, desde Jabalia hasta Jan Yunis y Rafah, se ha destruido todo lo que se encuentra en el camino.
En esta nueva etapa del conflicto palestino-israelí, se ha respondido al terrorismo del grupo Hamás con terrorismo de Estado; en el centro han quedado miles de víctimas civiles que continúan sufriendo desplazamiento forzado, hambre, falta de atención médica y precarias o nulas medidas higiénicas, a lo que se añaden las consecuentes secuelas psicológicas. En la Franja de Gaza viven alrededor de 2.3 millones de personas, de las cuales han muerto más de 25 mil desde octubre del año pasado hasta la fecha. A esta cifra se suman las más de 2 millones de personas desplazadas.
Gaza es un cementerio lleno de tóxicos producto de las miles de bombas lanzadas por el ejército israelí a lo largo de cuatro meses. Como en ocasiones anteriores, en esta nueva escalada del conflicto, se ha mostrado desprecio hacia la vida en todas sus dimensiones, al bombardear escuelas u hospitales, y al impedir el ingreso de alimentos y agua potable con la pretensión de liquidar al terrorismo islámico.
Argumentos similares se han ocupado en El Salvador en el marco del régimen de excepción, una forma abierta de acabar un terrorismo con otro, que ha arrastrado a la muerte a civiles, llamados con frialdad “daños colaterales”. Convendría recordar las palabras del filósofo, escritor y matemático británico Bertrand Russell, pronunciadas en el Congreso Internacional de Parlamentarios de El Cairo, Egipto, en 1970: “Es hipócrita evocar los horrores del pasado para justificar los del presente”.
En El Salvador también se debiese saber que grupos terroristas como Hamás han financiado sus operativos con criptodivisas como el bitcoin para transferir dinero y evadir sanciones. El bitcoin es una aventura publicitaria por la cual muchos empresarios que la promovieron en el ámbito internacional ahora están en espera de juicio, o en prisión, por fraudes millonarios. A El Salvador dicha aventura le ha costado millones de dólares que pagan —y seguirán pagando— los contribuyentes bajo el esquema impositivo de siempre; es decir, pagan más impuestos los que tienen menos.
Este tipo de detalles no se mencionan desde el aparato de propaganda, que sigue subiendo volumen a sus altavoces manipuladores para afianzarse en la conducción del Estado y continuar engrasando la maquinaria de hacer negocios. Llegados a este punto es importante preguntarnos: ¿hasta cuándo una dictadura puede sostenerse con la propaganda y continuar aplazando las soluciones reales a los graves problemas estructurales salvadoreños?
Distintas dictaduras que se practicaron alrededor del mundo en el cercano siglo XX nos ofrecen respuestas a esa pregunta. La dictadura en pleno auge de Ortega-Murillo en Nicaragua es otra ventana para acercarnos a los desastres en los que devienen ese tipo de regímenes.
Este año debiésemos estar alerta al futuro inmediato de la humanidad y al papel de la comunidad internacional frente a estas catástrofes. Tras la Segunda Guerra Mundial se pensaba que situaciones como las antes descritas serían asuntos del pasado, pero la historia no tiene caminos inexorables, ni fórmulas mágicas, ni destinos que conduzcan hacia la felicidad plena.
El estudio de la realidad implica mirar hacia donde no se quiere ver; supone no perder la capacidad de sorpresa, ni la de reflexionar, con criticidad y creatividad, la situación nacional y mundial en sus distintas complejidades. Las versiones maniqueas no nos sirven para ello. Siempre existirá la posibilidad de aproximarnos como humanidad a desastres mayores si no continuamos demandando con firmeza la primacía de la vida por encima de la maquinaria que promueve la muerte. Las llaves que simbolizan la Nakba nos invitan a no perder el camino en la lucha por la vida y a conmemorar a todas las víctimas de estas catástrofes.
* Óscar Meléndez Ramírez, investigador de la UCA y estudiante de historia en España.