Censura democrática

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En uno de los más recientes libros de Ignacio Ramonet, La explosión del periodismo, se afirma que se suele pensar que la censura es propia de regímenes autoritarios, acostumbrados a amputar y prohibir la información, y a interponer obstáculos entre la información libre y los ciudadanos. No obstante, para Ramonet, en las sociedades democráticas se levanta una muralla tan infranqueable como la que suelen construir los dictadores. Se trata de un exceso de información que termina bloqueando el camino hacia el conocimiento. De allí el contrasentido: el ser humano contemporáneo corre el riesgo de convertirse en un ignorante saturado de información.

Pero no es solo asfixia por exceso. Ramonet también nos recuerda que en las llamadas sociedades democráticas existen formas de utilizar los medios de comunicación de modo que se convierten en muros que impiden el acceso a la información. En tal sentido, cita los siguientes ejemplos: el triunfo del periodismo de especulación, entretenimiento y espectáculo, en detrimento de la exigencia y la calidad; la puesta en escena de la información prevalece sobre la verificación de los hechos; en los medios de comunicación en línea, los nuevos periodistas tienden a dedicarle más tiempo a la difusión de noticias que a la investigación o la reflexión (son más reactivos y menos meditativos, están más atentos a los acontecimientos, pero son menos sensibles al contexto); hay —finalmente— una obsesión por la rapidez y la inmediatez que lleva a los medios de comunicación a cometer más errores y a confundir rumores con hechos comprobados.

Ahora bien, en El Salvador también podemos hablar de una censura democrática de nuevo tipo. Es decir, no solo al modo de lo señalado por Ramonet, sino mediante la negación práctica o la interpretación arbitraria de los mecanismos legales que en una democracia garantizan el acceso a la información. Es el caso de la Ley de Acceso a la Información Pública, vigente desde mayo de 2011 e impulsada por la sociedad civil, con el fin de asegurar la transparencia en la administración pública y posibilitar una necesaria rendición de cuentas para el correcto funcionamiento de la democracia. Sin embargo, en el Gobierno del presidente Funes se presenta una violación sistemática a dicha normativa en tres momentos: primero, en el carácter del reglamento de la mencionada ley; segundo, en la falta de voluntad (por desidia, apatía o postergación) para crear el Instituto de Acceso a la Información Pública; y tercero, en la ausencia de una partida en el Presupuesto General que permita el funcionamiento del Instituto.

Como es sabido, según la Constitución de la República, el Presidente tiene la obligación de "decretar los reglamentos que fueran necesarios para facilitar y asegurar la aplicación de las leyes cuya ejecución le corresponde". No obstante lo dispuesto en la norma primaria, Funes emitió un reglamento que lejos de facilitar y asegurar la aplicación efectiva de la ley, la bloquea de forma arbitraria en dos sentidos. En primer lugar, según el artículo 73 del Reglamento, el mandatario puede, de acuerdo a su criterio, devolver las ternas propuestas para integrar el Instituto cuando considere que los candidatos no son "aptos" para dicha tarea, a pesar de que tal atribución no se encuentra en la ley. En segundo lugar, en el artículo 29 del Reglamento, se fijan causales para negar información que tampoco están contenidas en la ley. Del mismo modo, el artículo 2 del Reglamento dispone que podrá negarse la información cuando se afecte la "seguridad nacional" o la "seguridad política".

Por "seguridad nacional" se entiende toda acción o actividad, directa o indirecta, destinada a proteger la integridad, estabilidad y permanencia del Estado y sus dirigentes, su gobernabilidad democrática; la defensa exterior; la integridad del territorio nacional y sus instituciones; y la libertad, el desarrollo económico, la paz y el bienestar social. Y la "seguridad política" se define como toda acción o actividad, directa o indirecta, que realicen los funcionarios de alto nivel para defender el orden público y la organización política del Gobierno y sus instituciones; así como toda actividad que tenga por objetivo gobernar o dirigir al Estado, incluyendo las actividades destinadas a proteger de las amenazas contra la legitimidad, el reconocimiento y la autoridad del Gobierno que desencadenen circunstancias de inestabilidad política, corrupción e ingobernabilidad, entre otras.

Como puede apreciarse, ambos conceptos son tan amplios que fácilmente pueden convertirse en muros inexpugnables. Por eso podemos hablar de un nuevo tipo de censura democrática, tan arbitraria —aunque solapada— como la mostrada por Gobiernos abiertamente autoritarios. ¿Quién decide que una información puede afectar la seguridad nacional o la seguridad política? ¿Quién determina que una información es reservada y no oficiosa, es decir, que pueda estar a disposición del público? Hay tanto margen de arbitrariedad en estos puntos, a favor de los funcionarios, que es difícil pensar que con la Ley de Acceso a la Información Pública está garantizada la transparencia. Pero en todo caso, una de las responsabilidades de la ciudadanía y sus organizaciones, de los medios y los comunicadores, es controlar cómo se implementa esta nueva legislación. Verificar si, en efecto, es principio de transparencia y democracia, o, por el contrario, una forma de censura con apariencia democrática.

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