Hay realidades visibles con las que nos topamos en la cotidianidad de la vida o en el mundo mediático con todas sus posibilidades de información y comunicación: la violencia delincuencial, el desempleo y la emigración, por ejemplo. Pero hay otras que apuntan a realidades fundamentales de los seres humanos y que, sin embargo, se ocultan e ignoran; el hambre es una de ellas. Hace unos años, el obispo emérito don Pedro Casaldáliga expresó en uno de sus poemas que “todo es relativo, menos Dios y el hambre”, con lo cual daba un carácter esencial al pan de cada día, sin el que no es posible vivir. En esta línea de hacer visible lo esencial, podemos situar el informe “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, 2017”, preparado por cinco organismos de las Naciones Unidas con el fin de ofrecer una comprensión más completa de lo que es necesario hacer para encarar el hambre y las formas de malnutrición.
El documento comienza exponiendo cifras clave que muestran la gravedad y magnitud del problema. Señala que el total de personas que padecen hambre en el mundo asciende a 815 millones (520 millones están en Asia, 243 en África y 42 en Latinoamérica y el Caribe). Además, 155 millones de niños menores de 5 años padecen desnutrición crónica (tienen una estatura demasiado baja para su edad); 52 millones, desnutrición aguda (tienen un peso bajo para su estatura); y 63 millones de mujeres en edad reproductiva están afectadas por anemia, lo que también pone en peligro la nutrición y la salud de muchos niños. Cada año fallecen alrededor de 1.5 millones de niños por carencia agudas de alimentos. Los datos son tajantes: el hambre mata paulatinamente.
Por otra parte, al abordar las causas de la inseguridad alimentaria y malnutrición, se menciona que la mayoría de las personas que padecen estos males crónicos viven en países afectados por conflictos. Se estima que la cifra asciende a 489 millones de los 815 millones de personas subalimentadas. El otro aspecto causal que destaca el documento es el relacionado con los cambios climáticos, en especial las sequías, que tienden a poner en peligro la seguridad alimentaria al limitar la disponibilidad y el acceso a los alimentos. De ahí que se plantee la necesidad de un enfoque que tenga en cuenta los conflictos y armonice las medidas de asistencia humanitaria inmediata con las destinadas al desarrollo incluyente y al mantenimiento de la paz.
Ahora bien, debemos agregar un aspecto sustancial enfatizado en otros estudios. La Confederación Internacional de Organizaciones no Gubernamentales (Oxfam) destaca que una causa primordial del hambre y la malnutrición se encuentra en el poder de quienes han construido un sistema alimentario por y a favor de una minoría, cuyo principal propósito es producir beneficios. Este poder incide en quién puede acceder a los alimentos y quién no. Entre las medidas para revertir este sistema proponen construir una nueva manera de gobernar a nivel mundial, en la que la prioridad máxima sea abordar el hambre y reducir la vulnerabilidad.
Hay, pues, tres grandes peligros que vulneran la seguridad alimentaria: los conflictos, el cambio climático y un sistema de nutrición excluyente. En el discurso que el papa Francisco pronunció con motivo de la Jornada Mundial de la Alimentación 2017, se refirió a la forma en que se han de enfrentar estas amenazas. Primero, recordó que el derecho internacional nos indica los medios para prevenir y resolver los desacuerdos y confrontaciones. Eso implica un nuevo modo de reaccionar ante las pugnas. Dicho en sus palabras:
Se necesita buena voluntad y diálogo para frenar los conflictos y un compromiso total a favor de un desarme gradual y sistemático, previsto por la Carta de las Naciones Unidas, así como para remediar la funesta plaga del tráfico de armas. ¿De qué vale denunciar que a causa de los conflictos millones de personas sean víctimas del hambre y de la desnutrición si no se actúa eficazmente en aras de la paz y el desarme?
En segundo lugar, en cuanto a los cambios climáticos, hizo referencia a la necesidad de acuerdos que garanticen el cuidado del medioambiente. Lo planteó en términos de denuncia y exhortación:
[Hoy día] reaparece la negligencia hacia los delicados equilibrios de los ecosistemas, la presunción de manipular y controlar los recursos limitados del planeta, la avidez del beneficio. Por tanto, es necesario esforzarse en favor de un consenso concreto y práctico […] Estamos llamados a proponer un cambio en los estilos de vida, en el uso de los recursos, en los criterios de producción, hasta en el consumo, que en lo que respecta a los alimentos presenta un aumento de las pérdidas y el desperdicio.
Finalmente, frente a los sistemas que producen muerte por hambre o malnutrición, propuso la solidaridad radical que supone una vida animada por el amor, y que puede llevar a una práctica histórica social de verdadero humanismo. Desde esa sensibilidad pregunta y proclama:
¿Sería exagerado introducir en el lenguaje de la cooperación internacional la categoría del amor, conjugada como gratuidad, igualdad de trato, solidaridad, cultura del don, fraternidad, misericordia? […] Amar significa contribuir a que cada país aumente la producción y llegue a una autosuficiencia alimentaria. Amar se traduce en pensar en nuevos modelos de desarrollo y de consumo, y en adoptar políticas que no empeoren la situación de las poblaciones menos avanzadas o su dependencia externa. Amar significa no seguir dividiendo a la familia humana entre los que gozan de lo superfluo y los que carecen de lo necesario.