A pesar de los tiempos adversos, las comunidades eclesiales de base han resistido y siguen vivas. En ellas se llevan a la práctica valores humanos y cristianos indispensables para la construcción de una nueva humanidad. Veámoslo en el contenido de sus tres conceptos: comunidad, eclesial, base. Si nos remitimos al primer elemento, nos encontramos con lo que constituye un antídoto contra el individualismo: el espíritu de comunidad. En un contexto donde predominan fuerzas aislacionistas, las comunidades eclesiales de base proponen el sentido de lo comunitario. El testimonio comunitario es una tradición que viene en los relatos evangélicos: muchas vocaciones de los discípulos se hacen de dos en dos (Mc 1, 16-20); Jesús elige a doce (símbolo del nuevo pueblo de Dios, Mc 3, 13-19); el Espíritu Santo, que es el iniciador y creador de la comunidad cristiana, se recibe en comunidad; el llamado que hace Jesús a los doce es a hacer comunidad y ser misioneros. Esto último nos remite al segundo elemento de la definición: lo eclesial.
Este rasgo hace referencia a la especificidad de esta comunidad. Es parte del cuerpo de Cristo en la historia, es pueblo de Dios, está arraigada en la tradición apostólica y su propósito fundamental es contribuir a que haya Reino de Dios en el mundo. La mayor realización posible del Reino de Dios en la historia es lo que deben perseguir los seguidores de Jesús. El Reino empuja a la historia propiciando verdad, gracia, compasión, fortaleza, liberación. Jalona a la historia erradicando injusticia, mentira, opresión e indolencia.
El tercer elemento de la definición es base. Las comunidades son de base porque en ellas los principales protagonistas son los laicos y los pobres (sin ser excluyentes de los ministerios jerárquicos). Pero también porque en ellas se vive la inclusión, la participación y la solidaridad. Los miembros son iguales en dignidad, en la vocación y en la misión. En los Hechos de los Apóstoles (He 2, 42-47) se nos recuerda que las primeras comunidades se caracterizaban por su unidad en la diversidad (“un solo corazón”), poseían todo en común y lo repartían según la necesidad de cada uno. La consecuencia es que no había entre ellos ninguno que pasara carencias.
Sin embargo, los exegetas nos advierten que esto no nos debe llevar a la idealización de la comunidad. En el capítulo 6 de los Hechos se nos habla de los conflictos que hubo entre la comunidad de Jerusalén y el grupo cristiano helenista, ya sea por diferencias teológicas o por razones de organización comunitaria. En todo caso, el ideal de una comunidad con valores alternativos se constituyó en uno de los principales testimonios registrados en ese libro.
En otro contexto, pero en el mismo espíritu, la quinta conferencia episcopal de Aparecida (n. 178) reconoce que las comunidades eclesiales de base de América Latina y el Caribe han sido escuelas que han ayudado a formar cristianos comprometidos con su fe, discípulos y misioneros del Señor, como testimonia la entrega generosa, hasta derramar su sangre, de tantos miembros suyos. Según el documento episcopal, en ellas se recoge la experiencia de las primeras comunidades como están descritas en los Hechos de los Apóstoles. Sobre todo, han sido focos de evangelización que le han posibilitado al pueblo acceder a un conocimiento mayor de la palabra de Dios, al compromiso social en nombre del Evangelio, a la educación de la fe de los adultos, y especialmente, han sido expresión visible de la opción preferencial por los pobres (n. 179).
Ahora bien, ¿cuáles son los valores que las comunidades eclesiales de base y la Iglesia universal pueden ofrecer al mundo actual? Ambas están llamadas no meramente a cumplir unas normas, sino a ser testimonio de lo que han experimentado y palpado de la Palabra de vida, que es Jesús de Nazaret (1 Jn 1, 1-4). Es decir, están llamadas a ser seguidoras no de una teoría, sino de una vida, pues Jesús vivió lo que enseñó. Según el teólogo y biblista Xavier Alegre, los valores alternativos que Jesús quería como distintivo del movimiento que prolongaría su obra en el mundo son la gratuidad, la prioridad en el bien del ser humano, el espíritu de oración y la renuncia a todo tipo de estructura de dominación. Veamos.
Según Alegre, el primer y fundamental valor que debería caracterizar a toda iglesia, y por supuesto a las comunidades de base, es la gratuidad. Los valores cristianos surgen, ante todo, de la experiencia impactante del amor gratuito del Padre. Es un Dios que en Jesús de Nazaret se nos ha mostrado en toda su grandeza como Abba, como papá amoroso, que acoge con todo cariño a los pecadores y marginados (Lc 15) y que amó tanto al mundo que hasta entregó a su Hijo único (Jn 3, 16). Esta experiencia acaba con las imágenes de Dios que inspiran miedo. Pero, además, tiene una consecuencia importante para el funcionamiento de toda Iglesia cristiana. Pues si la vida cristiana brota, esencialmente, de la experiencia de la gratuidad, esto implica que para la Iglesia el egoísmo no puede ser el motor de la sociedad y mucho menos de ella misma (Mt 10, 8).
Por otra parte, las estructuras eclesiales que quieren ser coherentes con el proyecto de Jesús han de caracterizarse por poner el bien del ser humano por encima de todo. Jesús establece una auténtica jerarquía de valores (Mc 2, 27), poniendo la regla de oro (todo lo que ustedes desearían de los demás háganlo con ellos) como expresión última del mensaje de la ley y los profetas. Lo específico de Jesús —y, por tanto, debería serlo también de su Iglesia— lo resume Lucas en los Hechos diciendo: “Pasó por el mundo haciendo el bien y curando” (10, 38).
Asimismo, Xavier Alegre nos recuerda que Jesús fue un hombre de oración profunda y nada alienante. Marcos lo presenta orando cuando expone, programáticamente, el primer día de su actuación (1, 21-38). Pero es sobre todo Lucas el que destaca este aspecto característico de Jesús. No solo señala que Jesús solía retirarse a orar (Lc 5, 16) y que reza antes de actuaciones fundamentales (6, 12; 9, 18.28-29), sino que la oración enmarca toda su actuación, desde el bautismo (3, 21) hasta la cruz (23; 34.46). Además, Jesús encomendó con insistencia a sus discípulos la oración (Lc 11, 9-13).
Por último, la renuncia a todo tipo de estructura de dominación. Esta debería ser otra característica específica de toda Iglesia que quiera ser fiel a lo que Jesús quiso. Jesús creyó solo en la fuerza del amor, porque solo creyó en Dios. Y Dios es amor (1 Jn 4, 8). En consecuencia, frente a la dominación, propone servir; frente a la imposición, propone fraternidad; frente al sometimiento, propone igualdad. Esta forma de ser brotó con fuerza y convicción en las comunidades eclesiales de base. De estos cuatro valores alternativos surge el gran reto para las iglesias: constituirse en comunidades marcadas por el estilo de vida y la práctica de Jesús.