En 2017, los estados de Arkansas y Missouri de Estados Unidos restringieron el uso y comercialización del dicamba, un herbicida distribuido por Monsanto para evitar la presencia de malezas en cultivos de espárrago, algodón, cebada, maíz, avena, soya, caña de azúcar y trigo. Según The New York Times, el problema se originó cuando agricultores locales aplicaron el producto a 25 millones de acres plantados con semillas de soya y algodón genéticamente modificadas para no ser eliminadas por el dicamba —otra de las grandes apuestas comerciales de la empresa agroquímica—. Debido a su elevada volatilidad y a las condiciones ambientales del lugar, el herbicida se desplazó a zonas aledañas y dañó 3.5 millones de acres de cultivos que no habían sido genéticamente alterados, provocando que los agricultores afectados tomaran acciones legales en contra de la compañía e impulsaran la prohibición promulgada por los estados en mención.
En respuesta, Monsanto alegó que los incidentes se debían a un mal manejo del producto, pero Egan y Mortensen, científicos de la Universidad Estatal de Pensilvania, ya habían señalado en 2011 que 0.1% de la concentración de dicamba podía estar presente a 20 metros del lugar de aplicación, incluso cuando el herbicida era correctamente utilizado. Y Foster y Griffin, investigadores de la Universidad Estatal de Luisiana, comprobaron en 2018 que esa concentración y otros niveles más bajos que las dosis de aplicación sugeridas tienen el potencial de causar daños significativos en cultivos no modificados y en flora silvestre.
Este es sólo uno de los ejemplos que ponen en duda los principios bioéticos en las operaciones del gigante comercial. En 2018, Dewayne Lee Johnson, un estadounidense que trabajó entre 2012 y 2014 con los herbicidas Roundup y Ranger Pro, ambos elaborados por Monsanto, ganó el primer juicio histórico que obliga a la empresa a pagar más de 250 millones de dólares, luego de que Johnson usara un estudio de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer para demostrar que el glifosato, el componente activo de los plaguicidas que manipuló mientras trabajaba como jardinero, le había causado cáncer terminal. Asimismo, Alva y Alberta Pilliod, de San Francisco, acaban de ganar otro juicio tras denunciar que adquirieron cáncer después de trabajar por más de treinta años con Roundup.
A estos casos se suman más de diez mil demandas en Estados Unidos y centenares de movilizaciones sociales, regulaciones y sanciones impuestas por Gobiernos de diferentes partes del mundo. Frente al ojo público, el nombre de la empresa y su reputación infunden temor. A pesar de que Bayer, su actual propietaria, la defienda de las acusaciones y de que aún hay organizaciones internacionales que conceden y fomentan la aprobación de permisos para la circulación de sus productos, cada vez aumenta más la evidencia científica que respalda cualquier miedo que pueda tildarse de injustificado.
Por lo anterior, que el titular del Ministerio de Agricultura y Ganadería anuncie en redes sociales que han llegado a un importante acuerdo para establecer relaciones de cooperación con Bayer, y que después se desdiga en medios radiales, no suscita otra cosa más que preocupación. Si bien es cierto que en El Salvador se reporta la importación de semilla distribuida por Monsanto desde antes de que tomara posesión el actual gobierno y que a la fecha hay presencia de muchos de sus productos en el mercado nacional, una apertura comercial tan tajante y nebulosa puede traer consigo actuaciones maliciosas que podrían poner en riesgo los intereses del país.
El uso abrupto de semilla transgénica propiciaría la introducción de productos que, como el dicamba, están diseñados para aplicarse en cultivos genéticamente modificados. Pero, hasta el momento, El Salvador no cuenta con los recursos científicos y judiciales capaces de defender las formas de cultivo tradicionales si llegan a verse afectadas por los agroquímicos de Monsanto. Lejos de dejarse ver como un aporte al desarrollo, el acuerdo con Bayer pone en peligro la soberanía alimentaria, ya que, en el peor de los escenarios, la aplicación de estos herbicidas especializados afectaría los cultivos de semilla no modificada y obligaría a que más agricultores planten transgénicos para no perder sus cosechas, creando así una dependencia. Además, Monsanto sigue siendo uno de los principales distribuidores de glifosato y muchos de sus agroquímicos son reconocidos mundialmente por causar afectaciones nefrológicas en el ser humano; miles de agricultores padecen enfermedad renal crónica a causa del contacto con el glifosato y el paraquat, otro producto de la firma, como apuntara el salvadoreño Carlos Orantes en la investigación que llevó a cabo con apoyo de colegas de Sri Lanka, Cuba y Bélgica durante 2014.
Cuando se trata de avalar o profundizar operaciones trasnacionales, nuestros representantes deben examinar con lupa a quién le están abriendo las puertas, leer bien la carta de presentación del interesado, analizar meticulosamente las experiencias en otros países y decirnos qué es lo que está en juego. No se pacta con el diablo a ciegas para mejorar la vida, y tampoco se sacrifica lo que debería ser la principal motivación para hacer carrera política en el país: procurar el bienestar de todos los salvadoreños y salvadoreñas. La gente merece que le expliquen con detalles qué es lo que se está negociando para que sea ella misma quien juzgue y decida a la luz de la verdad.
* Violeta Martínez, docente del Departamento de Ingeniería de Procesos y Ciencias Ambientales.