Corrupción y desigualdad

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En una de sus charlas radiales, el presidente Funes dijo que más de 300 casos con indicios de corrupción, unos de la actual administración y otros de la anterior, han sido investigados por su Gobierno. De ellos, ciento once han sido trasladados a la Fiscalía, que de momento parece no haber hecho mayor cosa por investigarlos. La información presidencial es importante y advierte de un problema grave. Aunque se desconocen los casos concretos que han sido pasados a la Fiscalía, lo cierto es que se puede tener la seguridad de que no se recogen todos. Es probable que esos trescientos casos no sean más que la punta de un iceberg. Y es importante que las propias autoridades reconozcan el hecho. Hasta ahora, las denuncias de corrupción venían de la sociedad civil. Hoy podemos decir que la corrupción es un hecho oficialmente reconocido en El Salvador. Y es bueno que el Presidente lo haya dicho con tanta claridad.

Pero cuando las cosas se reconocen públicamente, hay que enfrentarlas sin miedo. Un país con corrupción no puede crecer sin tensiones agudas y, en nuestro caso, sin reforzar una de las plagas más dolorosas y menos tratadas: la desigualdad. De hecho, la desigualdad es ya de por sí una forma de corrupción. Puede haber individuos que logren enriquecerse haciendo avanzar el desarrollo de un país. Pero cuando la situación de pobreza permanece y la desigualdad crece en la población, no hay manera de justificar la situación: existe una corrupción sistematizada, institucionalizada. Y el modelo salvadoreño de desarrollo, aun con las leves correcciones positivas que ha llevado a cabo el actual Gobierno, sigue favoreciendo a quienes tienen más y deja en la marginación y el abandono a los que tienen menos. En ese sentido, nos encontramos con un modelo de desarrollo corrupto en esencia, que además mantiene signos de corrupción permanente en su funcionamiento.

¿Qué hacer ante esta situación? Es evidente que deben aumentarse tanto las precauciones como la vigilancia frente a la corrupción del día a día. Pero si somos incapaces de enfrentar la corrupción en sus vísceras más tumorales, por más remedios que pongamos, la trampa y el enriquecimiento ilícito de políticos y otras personalidades seguirán produciéndose. No podemos enorgullecernos de un país que beneficia de un modo descarado a unos pocos mientras a otros los mantiene en el olvido, y creer que eso nos llevará al desarrollo. Les guste o no a quienes tienen dinero, las diferencias entre ricos y pobres deben bajar en el país y dejar de ser escandalosas. Y los partidos políticos deben decir una palabra al respecto. Un palabra que no sea simple demagogia, sino que tenga un proyecto claro de cómo comenzar a romper este esquema de desigualdad creciente.

Con frecuencia nos impactan las noticias en las que, aun con disfraz legal, reconocemos elementos claros de corrupción. El tema de los asesores de la Asamblea Legislativa, por poner un ejemplo clásico, sale con cierta frecuencia en los periódicos. Hace unos años, jóvenes universitarios, incluso sin título y sin experiencia, eran contratados por los areneros como asesores de los diputados por la simple razón de tener un apellido de color partidario. En estos últimos días, aparecía la asesora de GANA, con sus más de dos mil dólares de salario, despedida por falta de confianza después de denunciar los golpes que le propinó un diputado de ese partido. Las instancias nuevas, como el Tribunal de Ética Gubernamental, o las referidas a la transparencia, en algunos aspectos todavía incompleta esta última, tienen que aumentar el ritmo y la presencia en la realidad salvadoreña de la corrupción en los espacios gubernamentales. Pero con respecto a la desigualdad corrupta que vivimos, es la ciudadanía la que debe multiplicarse en la tarea de crear conciencia. Los políticos, que a fin de cuentas son los que en algún momento tendrán que enfrentar el problema de la desigualdad, no lo harán sin presión externa, porque cada vez más, y más universalmente, están ubicados cultural y económicamente en el sector que se nutre y se instala cómodamente en esta nuestra sociedad desigual.

Les toca, pues, a la ciudadanía y a aquellos sectores de la sociedad civil que se mantienen libres frente al esquema desigual de nuestra sociedad luchar contra la desigualdad hasta que la presión sea lo suficientemente fuerte para mover a los políticos. Con mucha frecuencia se oye decir que El Salvador necesita un plan de nación que relance al país hacia el desarrollo. Pero mientras los planes de nación sean tolerantes con la desigualdad, el problema de la corrupción no desaparecerá. Ni en sus dimensiones del día a día en el que se hace trampa a favor del bolsillo de quien tiene algún tipo de poder político o económico, ni en esas otras dimensiones más peligrosas que son las de utilizar la legislación para mantener una democracia de doble moral: mientras se habla de la prioridad de la persona humana y su igual dignidad, se mantiene en la sociedad una división entre superiores e inferiores, beneficiados del sistema y olvidados del mismo, minorías con acceso a los bienes y mayorías con gravísimas dificultades para acceder a bienes básicos necesarios hoy para desarrollarse íntegra y plenamente. Luchar contra la corrupción exige también, en nuestros países, plantarle cara a la desigualdad con eficacia, prontitud y seriedad.

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