Importa, y mucho, que lo tilden de dictador. Bukele no es indiferente a que digan que pasó de reformador moderno a autócrata despiadado. El deterioro de su imagen ha tocado fibras profundas. La decepción y el desconcierto lo pusieron a la defensiva. Así, lo que debió ser la exaltación de una gestión dinámica y eficaz, que aproxima un futuro próspero, fue una disparatada defensa personal, más emocional que racional, más desabrida que acertada. La confusión desembocó en el rechazo de la democracia y la defensa de la dictadura. Bukele, sin pretenderlo, dio la razón a sus críticos más severos.
En lugar de rendir cuentas de su primer año inconstitucional, Bukele dedicó más de una hora a defenderse de la acusación de dictador cruel y corrupto. Arremetió contra la prensa local e internacional, los organismos internacionales, las ONG y la oposición, empeñadas, según él, en enlodar su gestión, su figura y su familia. Responsabilizó del ataque a unas “fuerzas extranjeras” que no se atrevió a identificar, pero a las cuales acusó de coordinar la manipulación de la prensa y los medios de comunicación para que difundan mentiras y la “agenda globalista”, cuya finalidad es “mantener a nuestro país en la miseria”.
Rompió con las organizaciones internacionales “defensoras de la democracia” por no buscar “el bienestar de nuestros pueblos”, sino “generar inestabilidad para mantenernos dependientes” e imponer “una narrativa” que promueve intereses foráneos. Bukele reconoció explícitamente que había prescindido de la democracia, porque le impedía enviar a los pandilleros a podrirse en sus cárceles; de los tratados internacionales, porque abrían espacio al homicidio; y de los derechos humanos, porque obstaculizaban la persecución del crimen. Tuvo a bien aclarar que no encarcela activistas, periodistas y disidentes, tal como le achacan sus enemigos, sino a criminales y corruptos, que esgrimen “el carné de perseguido político” para escapar de la justicia.
La dictadura, “a su manera”, se le antoja ideal para la felicidad de la nación. Sin embargo, su defensa padece de la misma inconsistencia del resto del discurso. Bukele exagera la cantidad de homicidios cometidos por las pandillas para subrayar su maldad innata. Pero ignora los pactos que lo llevaron al poder. Se ensaña con activistas y periodistas presuntamente corruptos, pero olvida que la mayoría se encuentra en su entorno. Se lamenta amargamente de la manipulación de otros, pero pasa por alto que él es un experto consumado en ese arte.
Desbarra al equiparar la democracia con el Estado fallido y la dictadura con el Estado exitoso, y al contraponer la muerte, el caos y el miedo con el respeto irrestricto a la vida, a la observancia de la institucionalidad y a la justicia pronta y debida. Se extravía al equiparar la monarquía constitucional con su dictadura y al lamentar el poco aprecio que hacen de ella los índices de democracia, al preferir un monarca hereditario. Delira al atribuir al conquistador de hace cinco siglos su tropezón con los taludes de Los Chorros.
Si en realidad no le importara que lo llamaran dictador, habría dado cuentas de su sexto año en el poder y habría acallado las críticas. Normalmente, un poder absoluto como el suyo tendría mucho que contar y mucho de qué enorgullecerse. Pero solo se refirió el manido tema de la seguridad ciudadana y anunció que podía hacer feliz a cualquiera, pero no a todos al mismo tiempo. Por de pronto, hace felices a unos cuantos: sus familiares, sus conmilitones y los de siempre. Los demás tendrán que esperar. No puede hacer más. No por falta de voluntad, sino por el desgobierno de sus predecesores, que se remontan hasta el siglo XVI. Seis años, incluso de poder total, no pueden con cinco siglos. No obstante, nadie ha gobernado como él ni ha hecho obras como las suyas.
Es indudable que el despotismo se le da bien a Bukele. Se siente cómodo con la dictadura, incluso con el título de dictador. Le fascinan los dorados, el escarlata y los oropeles monárquicos. Al parecer, lo que en realidad le molesta es que ignoren la rapidez desconocida con la que construye “nuestro propio futuro, en nuestro propio país, para nuestra gente, con nuestros propios métodos”, es decir, dictatorialmente.
El punto débil de esa dictadura “a mi manera” es la eficacia de las críticas de los periodistas y los activistas sociales, sobre todo en el exterior, donde tenía la expectativa de que su liderazgo inspirara a otros candidatos a autócratas y así legitimar su dictadura “blanda”. A pesar de su poder, no los puede controlar ni neutralizar. El ataque frontal contra ellos y la cerrada defensa de sus actuaciones revelan el desconcierto y la frustración de una imagen deteriorada tal vez irremisiblemente.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.