Costos violentos del sistema económico

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La definición que la Organización Mundial de la Salud ofrece sobre la violencia es la siguiente: "Es el uso deliberado de la fuerza o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones". La definición nos remite al uso de la fuerza o el poder para agredir, pero no nos orienta sobre lo que provoca la violencia; es decir, se enfoca en los resultados violentos, pero no en las causas que los generan.

El Salvador se caracteriza por contar con una cultura de violencia de larga data, que abarca desde el patriarcado hasta la violencia del Estado en pro de mantener el status quo. Nuestra evolución histórica es profusa en ejemplos violentos: la masacre campesina-indígena de 1932 y luego una sucesión de golpes de Estado: en 1948, contra el general Castañeda; en 1960, durante la llamada crisis del algodón; en 1961, para derrocar a la Junta Militar anterior; 1975, un intento de golpe que termina con la huida de José Napoleón Duarte; 1979, golpe de Estado de la Junta Revolucionaria de Gobierno; en mayo de ese año inicia la guerra civil, que finaliza en 1992 con la firma de los Acuerdos de Paz.

El Salvador también ha vivido historias de expropiaciones violentas de tierra para favorecer cultivos de exportación. En un inicio fue el añil; luego, el café; después, el algodón.Asimismo, durante las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado, la cúpula empresarial y política llevó a cabo una oposición sistemática y violenta a todo tipo de reforma agraria, y al surgimiento de partidos y movimientos de izquierda que propugnaban un cambio social a favor de eliminar la violencia estructural económica, política y social que sufría el país. En esa época, la vida cotidiana incluía secuestros, desapariciones forzosas, vandalismo y los primeros movimientos revolucionarios armados; hasta dar paso a la guerra civil, en la cual decenas de miles de personas murieron y otras tantas vivieron por más de una década dedicadas a la guerra. En 1992, finaliza el conflicto armado, pero no la violencia.

En resumen, durante todo el siglo pasado, la violencia política y gubernamental de la clase hegemónica fue utilizada para expoliar a las clases subordinadas de sus derechos. A su vez, esta violencia estructural, producto de una injusta distribución de todo tipo de beneficios e ingresos, llevó a buscar la vía armada como forma de eliminarla, sin lograrlo.

La firma de los Acuerdos de Paz y el advenimiento de la democracia formal pusieron freno al uso de la violencia del Estado a favor de la clase hegemónica. Pero se abrió paso la violencia ejercida por aquellas personas que se encuentran en las márgenes del sistema, fuera de los beneficios del mismo, y para quienes esta exclusión es una agresión institucionalizada y estructural que se expresa en la falta de acceso a los bienes y servicios básicos para una vida digna, al mismo tiempo que un grupo de la población derrocha y acumula riqueza en exceso. La sociedad impone patrones de consumo muy difíciles —sino imposibles— de alcanzar para una gran mayoría de excluidos de empleo, ingreso y servicios básicos, quienes buscan soluciones individuales a través de la migración, el subempleo o la violencia.

En esta línea, Roxana Kreimer, filósofa y cientista social, reflexiona sobre la inseguridad, fruto de la violencia que sufrimos día a día en Latinoamérica: "No es la pobreza, la falta de educación o el desempleo lo que determina el mayor o menor grado de inseguridad de los países, sino la desigualdad social. Las sociedades de consumo proponen, en lo formal, las mismas metas para todos, pero, en la práctica, sólo algunos pueden alcanzarlas. La frustración, la violencia y el delito son frutos de la desigualdad" (La Nación, 9 de septiembre de 2009).

Más que de hablar sobre los costos económicos de la violencia, es tiempo de hablar de los costos violentos que el sistema económico vigente genera. La violencia ha sido y es una realidad de nuestra sociedad: antes como un medio para expoliar, ahora como una forma de exigir acceso a aquellos bienes y servicios de los que gran parte de la población está excluida. Más que pensar en formas de enfrentar la violencia, mejor revalidar la acción integral en pro de la "liberación de lo que puede estimarse como opresión injusta de la plenitud y de la dignidad humana; liberación de toda forma de injusticia; liberación del hambre, la enfermedad, la ignorancia, el desamparo; liberación de las necesidades falsas, impuestas por la sociedad de consumo" (Ignacio Ellacuría). Una acción integral que permita una vida más plena y con menos violencia estructural.

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