En política, con frecuencia, los problemas y desaguisados de la coyuntura impiden ver la estructura de un país. Los acontecimientos del día a día son tan intensos que los observadores políticos se apasionan por el momento y olvidan la realidad que está en juego. Obviamente, no es un pecado ni un error de los observadores y comentaristas políticos concentrarse en la coyuntura. Pero en la medida en que la coyuntura de un país viene marcada casi siempre por la actividad política, son los políticos los que deben tener el cuidado de que ello no enturbie ni aleje de la opinión pública los problemas estructurales. Y específicamente, son los políticos que quieren cambios estructurales en el país los que deben tener más cuidado a la hora de evitar confusiones.
En la actualidad, da la impresión de que el problema fundamental del país es el enfrentamiento entre la Asamblea Legislativa y la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Hasta hace todavía muy poco, el problema fundamental eran los homicidios; después, la militarización de la seguridad pública; luego, el protagonismo de las maras a la hora de reducir los homicidios, pues el Gobierno insistía en que no tuvo nada que ver en el pacto entre las pandillas. Insistencia que ya va cediendo, pues el Ministro de Seguridad Pública, en una más de sus contradicciones, empezó a reconocer que la tregua era parte de su estrategia. Buena corrección de lo que había venido diciendo, pues si todo el mérito de la reducción de los homicidios quedaba en el liderazgo de las maras, la lógica indica que le conviene al país que alguno de sus líderes pasara a ser Ministro de Seguridad. Ciertamente, según se ha manejado la cosa, muestran ellos más liderazgo y eficacia en reducir los homicidios que el mismo y flamante ministro militar, con su Jefe de la Policía también militar, y con toda la parafernalia del Ejército respaldando los planes de seguridad.
Toda esta avalancha de temas coyunturales nos hace olvidar los problemas estructurales de El Salvador. La ANEP, e incluso Fusades en menor escala, que siempre defendieron un sistema político débil y corrupto dirigido y puesto al servicio de los económicamente más poderosos, aparecen ahora como defensores de la democracia. La izquierda, metida en disputas de poder, aliándose además con la derecha política más desprestigiada, cae en la tentación y se muestra como enemiga de la democracia. Después de veinte años de mal gobierno, autoritarismo, corrupción y favoritismo descarado por los más ricos de El Salvador, Arena aparece en esta coyuntura más cercana que el FMLN a una democracia decente. No cercana a una democracia social, por supuesto, pero sí a elementos muy importantes de la formalidad técnica de la democracia.
Y la pobre y miserable estructura social y económica salvadoreña, donde los pobres son los más olvidados y marginados, allí se queda, sin posibilidades de redención. Porque la inversión en educación avanza con demasiada lentitud, la salud sigue teniendo serios problemas a pesar de algunos pequeños avances y el sistema de pensiones sigue siendo un escándalo, pues no valora el trabajo ni la producción de riqueza de casi el ochenta por ciento de los salvadoreños. Así, la "guerra de los ricos contra los pobres", como le llaman algunos profesores de ética, continúa enriqueciendo a los que tienen más en detrimento de los que tienen menos. Y la coyuntura, mal manejada por los políticos, haciéndonos olvidar la realidad.
El FMLN en su primer Gobierno ha funcionado con mucha menor corrupción que Arena lo hizo en el suyo. Pero avanza tan despacio en el cumplimiento de sus promesas sociales, y maneja tan mal su relación con lo que debe ser una dinámica democrática civilizada, que hunde su imagen ante importantes segmentos de la población. Por ganar una victoria frente y sobre los miembros de la Sala de lo Constitucional, que tienen mucho más prestigio que esa jaula de ignorantes que a veces parece la Asamblea Legislativa, el Frente corre el riesgo no solo de perder votos (más de los que ya ha perdido), sino de olvidarse de que su verdadera tarea es levantar a este país de la pobreza, del bajo nivel educativo, al tiempo que lo libere de esa estructura socioeconómica que sigue permitiendo que los ricos vivan cada vez mejor, mientras los pobres sufren sistemáticamente el olvido y la marginación.
Una importante proporción de los jóvenes más inteligentes y proactivos, incluso bastantes de los que trataron de apoyar al partido en las últimas elecciones, están cada vez más desanimados ante el modo de hacer política de la izquierda gubernamental. No se han pasado a Arena, porque conocen su tendencia a mantener la injusticia social, y siguen sabiendo lo que necesita el país a nivel estructural. Pero desean una democracia con reglas claras, con transparencia y respeto a las normas establecidas, sin este griterío histérico que busca mantener poderes arbitrarios. Y ante estos modos de proceder político, en los que la amenaza sustituye al diálogo y a veces a la razón, pierden la confianza en que el Frente pueda realmente aportar soluciones al futuro del país. Esto es muy peligroso para una izquierda sana. Porque ir perdiendo de sus filas a la juventud crítica puede significar un nuevo auge de una derecha que, por ideología y dominio de los más poderosos económicamente, carece de una auténtica política social; esa política de transformación social que tan urgentemente necesita nuestro país.