Las reuniones entre presidentes americanos tienen siempre el riesgo de quedar en protocolarias. Esta última tenía el atractivo de la presencia de Obama, tan diferente al ex presidente Bush en modo de ver las cosas y en modo de relacionarse. No defraudó en el modo, aunque la cumbre diera al final un comunicado básicamente pobre. Los retos de un mundo en crisis económica, que engendra a su vez graves problemas sociales, no acaban de ver las respuestas adecuadas. Con problemas muy serios de desigualdad, nuestra América Latina es la peor preparada para la crisis. Porque en la medida en que la desigualdad aumente y se haga más honda la brecha que separa a ricos y pobres, los más pobres cargarán con un plus de sufrimiento y aumentarán las tendencias negativas del poder. Inseguridad jurídica, inseguridad ciudadana, liderazgos populistas de derecha o izquierda, tendencias y tentaciones autoritarias, corrupción, droga, violencia y falta de cohesión social pueden convertirse en nuevas o en más fuertes plagas en nuestras tierras latinas.
En este contexto, la relación con Estados Unidos se vuelve más importante. El anterior Gobierno de este país en su conjunto, y varios de sus millonarios y ejecutivos de grandes empresas en particular, tienen una fuerte responsabilidad en la crisis actual. Con grandes recursos para superar su crisis, no sería justo que nuestros países no tuvieran también algún apoyo de Estados Unidos.
Y hoy por hoy lo que más puede ayudar a nuestros países centroamericanos es una adecuada política migratoria. Una política que tendría para Estados Unidos un costo insignificante al lado de los costos que le ha generado la irresponsabilidad empresarial y la especulación en su propio corazón productivo y económico. La agencia de noticias Reuters informaba no hace mucho de un estudio que muestra que los principales once ejecutivos de sendas grandes empresas estadounidenses recibieron pagos por un total de 865 millones de dólares en dos años, mientras eran responsables, en ese mismo período de tiempo, de "una caída de 640,000 millones de dólares en el valor de las acciones de sus empresas". Lo que Estados Unidos ha tenido que invertir en miles de millones de dólares para subsanar la crisis, generada por individuos y empresas como las mencionadas, ha estado en las primeras planas de nuestros periódicos y no deja de ser escándalo. Porque escándalo es que a un ejecutivo de este rango se le dé una pensión de retiro de 98 millones de dólares, entregados de un solo golpe, y después el mismo Estado tenga que invertir miles de millones para salvar empresas gobernadas por este tipo de afortunados. Escándalo que se magnifica ante el hambre, la pobreza y los desastres humanitarios. Como si las empresas y los empresarios tuvieran mucho más valor que la vida humana.
En este contexto de responsabilidad moral y ética, los latinoamericanos no debemos de cansarnos de repetir lo siguiente: Estados Unidos tiene una deuda con nuestros países pobres, que han ayudado a construir el bienestar norteamericano tanto con sus migrantes trabajando por salarios endebles, como con sus recursos, muchas veces explotados cruelmente por empresas norteamericanas (baste con citar a la United Fruit Company en Centroamérica, por no recordar mineras que todavía se lucran dejando pobreza y problemas tras de sí). Y esa deuda urge pagarla hoy, cuando una crisis, que es de ellos, empieza a golpearnos también a nosotros. Más allá de las obligaciones internacionales, que hablan del 0.7% del PIB dedicado al desarrollo, y a cuya mitad ojalá llegara Estados Unidos pronto, el primer e indispensable pago de su deuda con nuestros países es la que llamamos adecuada política migratoria.
Algunos latinoamericanos piensan que pedir una legalización de todos los que lleven viviendo en Estados Unidos desde la administración de Bush (desde hace seis meses, digamos) es una locura. Pues bien, desde la ética no es locura, sino un deber. Desde la economía no genera los gastos que ha engendrado una economía irresponsable permitida por políticos de corta visión. Desde el desarrollo ofrece a Estados Unidos nuevas fuerzas y nuevo entusiasmo de trabajadores esforzados. Desde las relaciones de Estados Unidos y América Latina da una posibilidad de diálogo intercultural en el que ambas zonas pueden salir beneficiadas.
Nuestros gobernantes, sin agresividad, sin atacar a Estados Unidos, deberían tener el valor de pedir eso. Y razonarlo tanto desde la ética como desde la deuda que Estados Unidos tiene con América Latina. Si nuestros gobernantes y nuestros líderes nos dicen, al menos aquí en El Salvador, que es importante que todos aprendamos inglés, es también importante que sean coherentes y le digan al Gobierno de Estados Unidos que trate con respeto a nuestros migrantes. Estados Unidos y América Latina tienen ciertamente un futuro común. Y ese futuro común no puede de ninguna manera construirse con muros vergonzosos, con redadas crueles, deportando a gente buena, o tratando como delincuentes a personas trabajadoras. Reconocer el derecho de tener papeles a quienes están ya en Estados Unidos, y permanecer en ese país con derecho al trabajo, es un deber moral de rango internacional. Y tanto nuestros gobernantes como los del país del Norte deben asumirlo.