Cuando es el Estado el que mata

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Benjamín Cuéllar
11/10/2012

Ese es el título del libro que Amnistía Internacional publicó en abril de 1989 sobre la pena de muerte desde el enfoque de derechos humanos. Seis meses después, agentes estatales pertenecientes a la Fuerza Armada de El Salvador asesinaron dentro de las instalaciones de la UCA a ocho personas indefensas: una mujer, su hija y seis sacerdotes jesuitas. Pese a que el último fusilamiento en el país ocurrió el 20 de octubre de 1970, que en la Constitución de 1983 quedó abolida casi del todo (la pena capital puede aplicarse solo en situación de guerra internacional y en casos previstos por las leyes militares) y que este 10 de octubre se celebró el día internacional contra dicha práctica cada vez menos aceptada, el Estado salvadoreño ha matado por acción y por omisión.

En un documento elaborado por el Socorro Jurídico del Arzobispado de San Salvador, a principios de la década de los ochenta, aparece que entre enero de 1978 y septiembre de 1979 el organismo humanitario registró 727 asesinatos por razones políticas, cuya responsabilidad en la mayoría de los casos recaía en el Ejército y los cuerpos de seguridad. El 15 de octubre de 1979 tuvo lugar el golpe de Estado que derrocó al general Carlos Humberto Romero. Los argumentos que se dieron para justificar el golpe fueron la mejor y más clara denuncia de lo que ocurría en el país: el Gobierno depuesto violó derechos humanos de la población, fomentó y toleró la corrupción a todo nivel, creó un desastre económico y social, y desprestigió tanto al país como a la institución armada.

Pero se desaprovechó la oportunidad y el Estado siguió matando. Antes, en 1978, según el Socorro Jurídico, el promedio mensual de muertes por causas políticas fue de 12; durante los tres primeros trimestres del siguiente año, alcanzó las 64 víctimas por mes. Pero tras la caída del régimen criminal, ese mismo promedio, en lugar de bajar, se disparó hasta llegar a las 150 ejecuciones. Esa fue una de las causas que motivó la renuncia de los tres civiles miembros de la llamada Junta Revolucionaria de Gobierno, así como de la mayoría de integrantes de su gabinete.

Era lo menos que podían hacer. No obstante, previo a la dimisión colectiva de casi toda la gente decente, en tal escenario brilló una luz: la Comisión Especial Investigadora de Reos y Desaparecidos Políticos, surgida mediante el noveno decreto de la Junta. Quizás el único antecedente en el mundo fue la Comisión de Investigación sobre la Desaparición de Personas en Uganda, de 1974.

El hecho de haberla creado era valioso en sí mismo. Pero no hubiera pasado a más, como otras posteriores y actuales, sin el valor probado de sus integrantes, que hicieron su trabajo a conciencia. Los tres abogados que le dieron no solo vida, sino también alma y corazón a este esfuerzo fueron Roberto Lara Velado, Luis Alonso Posada y Roberto Suárez Suay. Ese valiente trío, al renunciar y denunciar que lo hacía por los mismos motivos del resto de integrantes de la Junta y su gabinete, no se jugaban el salario, sino la vida. En el corto tiempo que funcionó la Comisión, sin libros ni expertos para consultar, y con escasos y básicos recursos técnicos, pero con compromiso con las víctimas e incuestionable coraje, entregó resultados concretos al localizar e identificar a algunas víctimas, ubicar cárceles clandestinas dentro de instalaciones de los cuerpos de seguridad y declarar extrajudicialmente la muerte presunta de todas las incluidas en la lista de personas desaparecidas.

Pero, además, desafiaron la muerte al hacer recomendaciones que, sin ser parte de su mandato oficial, eran necesarias para sentar un precedente de justicia. Pidieron entonces, entre otras cosas, procesar a los dos presidentes anteriores y a todos los directores generales de los cuerpos de seguridad durante ambas administraciones, tramitando la extradición de los que estuvieran fuera del territorio nacional. Además, demandaron la reparación material de las familias de las víctimas. De esa forma y en esas condiciones, pusieron a temblar tanto a los militares como a los poderes que los usaban para mantener sus privilegios: el político y, sobre todo, el económico. ¿Cuál fue la consecuencia? Dar marcha atrás al proceso iniciado el 15 de octubre de 1979 y negarle al pueblo salvadoreño justicia, tanto legal como social. Y se vino la guerra, que en 1981, su primer año, arrojó un saldo fatal de 13,372 asesinatos con motivación política, según el Socorro Jurídico. Las principales víctimas, las mismas: las mayorías populares; los principales victimarios, los mismos: los agentes estatales.

Terminó esa guerra hace veinte años y la muerte siguió paseándose por el país y en el país. Por citar algo: de enero de 1995 a diciembre de 1997, el promedio anual de homicidios anduvo arriba de los siete mil. Es decir, casi veinte al día. El Salvador de la "paz" pactada sufrió otras guerras: contra las maras, una; y entre las maras, otra; también la guerra sucia de las maras contra la población, sobre todo la más excluida y vulnerable. La responsabilidad atribuible al Estado es por acción, debido a las erradas políticas públicas desplegadas en lo relativo a garantizar la seguridad de las personas y combatir la impunidad; y también por omisión, al no privilegiar el desarrollo humano y el bien común que incluya a las mayorías populares.

El Estado, entonces, continuó propiciando la muerte lenta y violenta. Pero hoy en día, se ha abierto una oportunidad. La tregua entre las maras, aplaudida por unos y criticada por otros, es solo eso al día de hoy. A quienes años atrás propusieron el diálogo con esos grupos e incluso trabajaron para ello, de una u otra forma los anteriores Gobiernos y el actual trataron de descalificarlos y hasta clasificarlos como "defensores de las pandillas". Eso significa que en buena medida no es algo nuevo tratar de hacerlo; lo novedoso sería que se aprovechara bien la oportunidad. ¿Cómo? Con sólidos y verdaderos sistemas de justicia social y legal que se enfrenten y derroten la exclusión y la impunidad.

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