La terca esperanza pascual es uno de los siete rasgos del pueblo nuevo del que nos habla don Pedro Casaldáliga en su libro Espiritualidad de la liberación. Espera "contra toda esperanza", en medio de las decepciones, en la monotonía diaria, a pesar de los fracasos y contra las evidencias del triunfo del mal; espera que mantiene la coherencia de los testigos fieles y organiza la esperanza de los pobres; que avanza en la conquista de un mundo para todos y todas; espera que es promesa, quehacer y resistencia. Por consiguiente, el tiempo litúrgico de la Cuaresma tiene valor e importancia en la medida en que se constituye en un camino hacia esa esperanza. Pero la práctica religiosa ha proyectado una visión que fácilmente lleva al exhibicionismo (religiosidad que se hace para ser vista) o al masoquismo negador del sano amor a uno mismo. Para muchas personas, Cuaresma es sinónimo de dolor y sacrificio, de guardar abstinencia y ayuno, de penitencia y castigo, aspectos que se han terminado convirtiéndose en un fin. En consecuencia, si queremos superar esta visión —que en no pocas ocasiones deriva en una religiosidad ajena al espíritu del Evangelio— es necesario volver al sentido primordial que encontramos en la Biblia y en la teología, fuentes de la espiritualidad liberadora.
Monseñor Romero dijo en su homilía del 12 de febrero de 1978 que "la Cuaresma de la Iglesia, más que una rectificación de costumbres, más que una ascética, es, ante todo, una teología. Es la teología que quiere descubrir qué significa el bautismo". Este enfoque de monseñor nos pone en el contexto de lo que puede significar ser cristiano, ser bautizado. La teología nos dice que para comprender el sentido del bautismo hemos de comenzar por fijarnos en sus símbolos. Y el símbolo principal es el agua, que en todas las culturas y religiones tiene un rico simbolismo. Simboliza la vida de la tierra, de las plantas, de los animales, de los seres humanos. Pero también puede significar muerte cuando hay lluvias torrenciales, inundaciones o naufragios en el mar. El agua posee este doble sentido: vivifica o mata.
Ahora bien, el simbolismo principal del agua del bautismo es significar el paso de la muerte a la vida, es decir, participar de la muerte y resurrección de Jesús, nacer de nuevo por la fuerza del Espíritu. Desde esa perspectiva, ser bautizado es optar por Jesús y su proyecto; es morir a una conducta egocéntrica para comenzar a vivir una vida de justicia, de verdad, de honradez y fraternidad; es ser acogido por Dios como hijo, y poder llamar a Dios, Padre; es recibir el don del Espíritu para poder trabajar en la construcción de un mundo nuevo, donde haya más justicia y solidaridad.
El papa Benedicto XVI, en su mensaje para la Cuaresma 2011, ha recordado —como buen teólogo— que el bautismo no es rito del pasado, sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado. En ese sentido explica las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la oración, pero adaptándolas a la realidad concreta, y entendidas como actitudes humanas que trascienden las preferencias religiosas. Veámoslo brevemente.
Según Benedicto XVI, para el cristiano, el ayuno no tiene nada de intimista, sino que abre mayormente a Dios y a las necesidades de los seres humanos, y hace que el amor a Dios sea también amor al prójimo. Así, haciendo más pobre nuestra mesa, aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y del amor; aprendemos a reconocer a Dios en los rostros de tantos hermanos empobrecidos. Pero en nuestro mundo —continúa el papa— también nos encontramos ante la tentación del tener, de la avidez de dinero que provoca violencia, prevaricación y muerte. La respuesta que propone el tiempo cuaresmal es la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría a los bienes no solo aleja del otro, sino que lo despoja, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda; la práctica de la limosna, en cambio, nos recuerda el primado de Dios y la atención hacia los demás. Finalmente, el papa señala que en todo el período cuaresmal, la Iglesia ofrece con particular abundancia la palabra de Dios. Meditándola e interiorizándola para vivirla diariamente, aprendemos una forma preciosa e insustituible de oración, porque la escucha atenta de Dios alimenta el camino de fe que iniciamos el día del bautismo.
En suma, de monseñor Casaldáliga recogemos que la esperanza pascual (finalidad de la Cuaresma) ha de traducirse en actitudes, prácticas y actos diarios, personales y comunitarios, en la familia y en el trabajo, en la oración y en la política, en la lucha y en la fiesta. De monseñor Romero aprendemos que la Cuaresma es más que un recuerdo teológico, "es vivir con las exigencias de pertenecer a Cristo", caminando hacia la cruz y hacia la resurrección. Por eso, añadía, "no nos debe extrañar que una Iglesia tenga mucho de cruz, porque si no, no tendrá mucho de resurrección. Una Iglesia acomodaticia, que busca el prestigio sin el dolor de la cruz, no es la Iglesia auténtica de Jesucristo". Y del mensaje teológico de Benedicto XVI inferimos que el itinerario cuaresmal nos invita a contemplar el misterio de la cruz, para llevar a cabo una conversión profunda de nuestra vida: dejarnos transformar por la acción del Espíritu; orientar con decisión nuestra existencia según la voluntad de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo, superando el instinto de dominio sobre los demás y abriéndonos a la caridad de Cristo.
El camino hacia la esperanza pascual comienza simbólicamente con el Miércoles de Ceniza. Con la imposición del polvillo reconocemos la necesidad de dar un giro con todo nuestro ser: cambiar nuestro corazón de piedra por un corazón de carne, misericordioso, con entrañas, humano. Esto lo expresa la liturgia de la Iglesia mediante una fórmula ritual: al colocar la cruz de ceniza en la frente de los creyentes se les dice: "Conviértete y cree en el Evangelio". Es decir, volverse cada día, con renovada decisión, hacia la causa de Jesús de Nazaret: un reinado de justicia.