La responsabilidad social es, sin duda, una tendencia dentro del empresariado mundial —especialmente, entre las grandes empresas— que hay que apoyar. Se va aplicando en una serie de empresas en El Salvador con unos resultados que podemos calificar como claramente positivos. Es ciertamente un paso hacia la dignificación del trabajo humano y hacia la extensión de los servicios que la empresa puede brindar a su entorno. Y es importante que se asiente en la conciencia de los empresarios el término de responsabilidad social. Porque generalmente este sector se contentaba con decir que produciendo trabajo y riqueza automáticamente mejoraba el país. Y esa frase, dicha así, y con el simplismo que la ha acompañado, no es para nada exacta.
Dicho lo anterior, es necesario seguir profundizando en la responsabilidad del empresariado. Y es así por varias razones. La primera es la lógica de que quien posee más tiene siempre mayores responsabilidades que quien de poco dispone. El individualismo extremo, que propone que cada uno se las arregle como pueda, no tiene moralidad ni capacidad de estructurar la convivencia ciudadana. Personas que piensan que la desigualdad es una bendición de Dios no tienen idea del Dios cristiano ni son socialmente productivas. Al contrario, son parte de los elementos y factores que en El Salvador han propiciado la violencia y la delincuencia. Si la diferencia en capacidades, caracteres y culturas es parte de la riqueza del género humano, la desigualdad que toca y golpea la dignidad humana es simple y sencillamente una de las maldiciones del mundo en que vivimos.
La segunda gran razón para reflexionar sobre la responsabilidad de los empresarios es que ellos son en buena parte los responsables de la injusta desigualdad en El Salvador. No hace falta mencionar los famosos veinte años de Arena, en los que un partido de claro dinamismo pro empresarial y dirigido en su cúpula con frecuencia por exponentes del gran capital salvadoreño, apoyó el crecimiento de quienes ya tenían más y fue responsable de la persistencia —si no aumento— de las desigualdades económico-sociales. Basta observar la relación entre los presidentes que ha tenido El Salvador y los apellidos de quienes tienen poder y dinero en el país para obtener una radiografía del despojo histórico a favor de unos pocos. Si se tiene responsabilidad histórica en la conformación de la desigualdad, no se puede en la actualidad hablar y pontificar como si toda la culpa de los problemas económicos y sociales fuera de otros. Asumir la parte propia de la responsabilidad no es solo cuestión de veracidad, sino también de decencia.
Y finalmente un comentario sobre la tregua entre las pandillas. El fenómeno de las maras es evidentemente un problema social con múltiples causas. Entre estas, no deja de tener peso el hecho de que conseguir trabajo es más difícil para los jóvenes. Y no solo eso, sino que además los términos adquisitivos salariales se han deteriorado en los últimos años. No es problema exclusivo de nuestros empresarios, pero ciertamente tienen una clara responsabilidad en que el salario nacional en la mayoría de casos no pueda considerarse decente, por usar el término de la Organización Internacional del Trabajo de las Naciones Unidas. En ese sentido, con ausencia de trabajo, con salarios de muy bajo poder adquisitivo, con pocas esperanzas de un futuro próspero, no es raro que algunos jóvenes se sientan atraídos por la tentación de la violencia como camino de obtención de recursos. La tregua entre pandillas ofrece ahora un tiempo de reflexión y de asunción de responsabilidad. La de los empresarios debería encaminarse a impulsar un plan de empleo juvenil que de alguna manera ofreciera a esta especie de armisticio delincuencial la posibilidad de convertirse en verdadera paz social.
Comenzamos diciendo que cuanta mayor libertad, fortuna, capacidad, bienestar se tiene, mayor responsabilidad social se contrae. En la doctrina social de la Iglesia se habla claramente del destino universal de los bienes. Dios creó la tierra para que la compartiéramos, no para que unos la acapararan y otros se quedaran en la miseria. El derecho a la propiedad es precisamente una forma de realizar este destino universal de los bienes. Pero si el sistema de propiedad privada convierte en dueños a unos y en desposeídos a otros, privilegia a pocos y priva a muchos de sus posibilidades y derechos, algo grave falla en la moral y en la ética, además de traicionar el mensaje del Evangelio. Esta responsabilidad cae sobe todos los que de una manera u otra tenemos más: más conocimientos, más preparación, más recursos económicos, más capacidad empresarial. La diferencia en capacidades no debe convertirse nunca en justificación de las grandes desigualdades que dañan la dignidad humana. Pues eso sería volver a la ley del más fuerte. Una ley violenta que engendra siempre violencia. Y de violencia ya tenemos en exceso en El Salvador.