De la violencia a la independencia

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Agosto estuvo dominado por uno de los grandes males que cada día sufre El Salvador: los homicidios. Según el director del Instituto de Medicina Legal, los 911 asesinatos del mes superan cualquier cifra precedente desde la época del conflicto armado. Con un promedio de casi 30 muertes violenta diarias, entre las víctimas se contabilizan 108 menores de edad (un niño de cuatro años entre ellos) y 26 adultos mayores. Con 311 casos, San Salvador fue el departamento con mayor cantidad de homicidios, seguido por La Libertad, con 82; Usulután, con 80; San Miguel, con 79; Sonsonate, con 69; y La Paz, con 67. La mayoría de las víctimas tenían edades entre 15 y 59 años. Cerca del 85% fue ultimada con arma de fuego y más del 7%, con arma blanca.

De acuerdo a los datos de Medicina Legal, los 4 mil 243 homicidios registrados entre enero y agosto de 2015 rebasan las muertes violentas ocurridas anualmente entre 2012 y 2014. Las cifras proporcionadas por la institución forense indican que en 2014 ocurrieron 3 mil 912 homicidios; en 2013, 2 mil 513; y en 2012, 2 mil 594 casos. Los grupos de edades más golpeados por este espiral de violencia fueron, en orden, los de 20 a 24 años, de 15 a 19 años, de 25 a 29 y de 35 a 39 años. Esta población representa el segmento de la población económicamente productiva. Por otra parte, un reciente informe de la Unicef señala que El Salvador está a la cabeza de los países con mayores tasas de homicidios contra niños y adolescentes de entre 0 y 19 años, con 27 muertes por cada 100 mil habitantes.

Tras estos datos estadísticos hay mucho sufrimiento, vidas truncadas, familias destruidas, crímenes que quedan en la impunidad, víctimas abandonadas a la incertidumbre y mucho temor. Visibilizarlos y resaltarlos, por tanto, no es por morbo o por afán de recoger información cuantitativa del delito, sino para tomar dolorosa conciencia y no acostumbrarnos a estas cifras pensando que son inevitables; eso nos llevaría a la insensibilidad e indiferencia, y, por ende, a la pérdida de lo humano. En ese marco, el paso de la violencia de agosto a los actos cívicos de independencia de septiembre ha puesto en el discurso oficial la necesidad de cultivar aquellos valores necesarios para enfrentar con eficacia los actuales desafíos. Se habla de unidad, valentía y esperanza. Dicho en palabras del presidente Salvador Sánchez Cerén: “Este mes queremos hacer que en el corazón de la sociedad salvadoreña, que en el corazón de niños, niñas y jóvenes se impregnen estos tres valores: la importancia de estar unidos ante las adversidades y los triunfos; la valentía para enfrentar los nuevos desafíos; y la esperanza de este pueblo en construir futuro”.

Hay que recordar, sin embargo, que la unificación de la sociedad salvadoreña es una asignatura pendiente desde la firma de los Acuerdos de Paz. La sociedad salvadoreña tiene como uno de sus principales desafíos buscar la unidad social. Y esta, en principio, supone construir e implementar un nuevo modelo de sociedad que fortalezca la inclusión, el empoderamiento ciudadano, la cohesión social y el combate estructural a la pobreza y la desigualdad. Ya existen propuestas concretas en este sentido. De lo que se trata ahora es de avanzar en el consenso de políticas públicas, cuya prioridad sea el bienestar de la población. Todo ello conscientes de que la unidad de un país no se impone; se cultiva mediante el diálogo, la razón y la apertura hacia el pensamiento crítico.

Con respecto a la valentía para enfrentar los nuevos desafíos, en específico el miedo social derivado de la inseguridad y la violencia, debemos decir que su superación no es solo ni principalmente cuestión de fomentar en la ciudadanía una percepción más positiva o de alabar sus actos de heroísmo ante situaciones adversas. La valentía social requiere, por una parte, la implementación de procesos de empoderamiento mediante el cual se potencian y despliegan las capacidades de la gente; y por otra, el fortalecimiento de las instituciones públicas de cara a recuperar credibilidad y confianza, habitualmente perdidas por su ineficacia y/o corrupción. Un empoderamiento necesario y urgente, por ejemplo, es el que debe propiciarse con las víctimas de la violencia. El Gobierno está en la obligación de impulsar estrategias integrales, que incluyan acompañamiento psicosocial, asesoría jurídica y mecanismos de protección.

El tercer valor al que hizo referencia el Presidente es la esperanza. Y en condiciones tan difíciles como las actuales, podemos hablar de esperanza contra toda esperanza. Ahora bien, para evitar interpretaciones ambiguas de la misma debemos decir que esta no consiste en la reacción optimista de un momento, sino en un talante, un estilo de vida, una manera de afrontar el futuro de forma positiva y confiada, sin dejarnos atrapar por el derrotismo. Se afirma que lo propio del que vive con esperanza (persona o pueblo) es su actitud positiva, su deseo de vivir y de luchar. Las personas cuya esperanza es fuerte, ven y fomentan todos los signos de la nueva vida y están preparados en todo momento para ayudar al advenimiento de lo que se halla en condiciones de nacer. La esperanza, por tanto, no es una actitud pasiva; al contrario, es un estímulo que impulsa a la acción. De tal modo que quien vive animado por la esperanza no cae en la inercia, sino que se esfuerza por cambiar la realidad. Quien vive con esperanza es realista, asume los problemas y dificultades, pero lo hace de manera creativa, dando pasos, buscando soluciones y contagiando confianza.

En las actuales circunstancias, cada acto de solidaridad hacia las víctimas de la violencia o de la injusticia social es fuente de esperanza. Una sociedad participativa, con autoestima e identidad cultural es motivo de esperanza. Un país de todos y para todos, donde se potencien las capacidades de sus habitantes, para el beneficio propio y colectivo; donde la juventud encuentre nuevos vínculos de pertenencia; donde se fortalezcan el bien común y los derechos fundamentales de las personas siembra esperanza.

Vincular la independencia patria a la unidad, la valentía y la esperanza tiene exigencias ineludibles. Es más que un discurso retórico. Es, ante todo, un compromiso: hacerse cargo de lo que hoy impide, en gran medida, tener condiciones de libertad. Nos referimos a los elevados niveles de violencia, criminalidad y miedo que limitan la movilidad y la calidad de vida de muchas familias; a las históricas condiciones de exclusión y vulnerabilidad social que restringen las opciones de desarrollo al que tiene derecho la ciudadanía; a los patrones culturales que toleran, normalizan y reproducen la violencia; a la debilidad de las instituciones del Estado que genera impunidad y corrupción; y a la ausencia de una visión compartida sobre el proyecto de sociedad que deseamos para el país. Tenemos aquí, pues, una agenda de prioridades que exige hoy la construcción de una nación libre.

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