De malos y buenos gustos

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Benjamín Cuéllar
24/05/2012

"Lo que hay de embriagador en el mal gusto" —dijo Charles Baudelaire, el poeta maldito francés— "es el placer aristocrático de desagradar". El filósofo español José Ortega y Gasset, por su parte, afirmaba que el buen gusto "como norma equivale a una amonestación para que neguemos nuestro sincero gusto y lo sustituyamos por otro que no es el nuestro, pero es bueno". ¿Por qué traer a cuenta estas frases de ese par de grandes europeos? Porque en el pequeño teatro de la realidad cuzcatleca, dentro de la vorágine de una muy prolongada posguerra tan escasa de razones para tener esperanza, en estos días hemos sido convidados a una puesta en escena donde esas dos expresiones de la naturaleza humana se han manifestado alrededor de algo que es —a la vez— el gran tema y la gran deuda: la justicia.

En la tribuna legislativa hemos escuchado y visto, a lo largo de dos décadas desde el fin de la guerra, una cantidad de desatinos que solo confirman una triste verdad: quienes integran la Asamblea no velan más que por sus intereses particulares y no representan a nadie más que a quienes manejan las maquinarias de sus partidos. Por eso aflora, recurrentemente, el mal gusto parlamentario con vulgaridades y petulancias innecesarias que provocan las más variadas reacciones de la parte que —con o sin razón— se siente agraviada.

Y en la plenaria, ese espectáculo semanal de tan baja calidad, lamentablemente muy bien pagado con nuestros impuestos, hemos visto y parece que seguiremos viendo y oyendo más de lo mismo; o puede ser que, metidos ya en la loca carrera por mantener o reconquistar el control del Ejecutivo, debamos prepararnos para cosas peores. Así será si nos dejamos, como hasta ahora lo hemos hecho. Pero, precisamente en lo relativo a la justicia, el país también ha presenciado la antítesis de lo anterior en la figura de un funcionario raro —no fantástico ni magnífico, sino raro—.

Sin sucumbir a la tentación de pagar con la misma moneda las necedades que ha tenido que oír desde el Salón Azul y leer en arrogantes comunicados, tanto sobre sí mismo como sobre su desempeño como cabeza del Órgano Judicial, José Belarmino Jaime ha sacado la casta. Por encima de las miserias de la politiquería nacional, consideró "pertinente apartarse del conocimiento" del proceso iniciado por el abogado Enrique Anaya Barraza para que se declaren inconstitucionales los decretos por medio de los cuales la Asamblea Legislativa nombró a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia para el período 2012-2021.

Ante el "placer aristocrático de desagradar" encarnado en el mal gusto de unos, ha predominado la negación de un probable gusto personal como podría ser el continuar presidiendo la Corte Suprema de Justicia y su Sala de lo Constitucional, o conocer y decidir en el proceso de inconstitucionalidad mencionado. Sin embargo, Jaime decidió que prevaleciera lo bueno para el país. Hoy toca que la opinión pública conozca o confirme su imparcialidad y transparencia, pese a ser parte de esa Corte cuya mayoría de integrantes carecen de plano y en pleno de esas condiciones.

Esta última afirmación no es temeraria ni antojadiza. Se confirma por la respuesta que el lunes 21 de mayo dio esa Corte a la solicitud presentada por un ciudadano, quien invocó para ello los artículos 71 y 73 de la recién estrenada Ley de Acceso a la Información Pública. Él simplemente quería conocer por qué negaron la extradición de trece militares reclamados por la justicia universal, acusados de participar en la masacre ejecutada en la UCA el 16 de noviembre de 1989. Oficialmente le contestaron que se había "discutido el caso y aún no se cuenta con la resolución formalizada, pues, en dicha sesión, se requirió profundizar sobre algunas consideraciones de fondo y de forma del asunto". Dicho en otras palabras: decidieron no extraditarlos sin tener razones jurídicas de fondo, pero las están buscando.

"Arte, poesía, belleza... ¡Extrañas palabras! ¿Serán un conjuro? Hoy cualquier cerdo es capaz de quemar el Edén por cobrar un seguro". Esa reflexión, hecha lírica y canción por Luis Eduardo Aute tras la caída del Muro de Berlín, bien puede acomodarse a lo ocurrido en El Salvador durante las dos décadas de una fraudulenta paz. Buen gusto, decoro, decencia, dignidad... Palabras extrañas, pero necesarias, para imponerse sobre los desagradables, los de mal gusto, los capaces de vender ideas e ideales por cobrar bien y seguro.

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