Del ver al actuar

9

El Salvador tiene enormes retos; nadie lo puede negar. Que tiene la capacidad de enfrentarlos parece obvio después de haber asumido el desafío de superar una guerra civil a través del diálogo y llegar a unos acuerdos de paz. Es cierto que para ello hubo mucho sacrificio, intentos incomprendidos e incluso sangre de aquellos a los que hoy llamamos mártires. También hubo fuerte presiones internacionales que estimularon a las partes en conflicto, junto con los partidarios internos del diálogo, para que llegaran a acuerdos. Pero tras ese éxito, las cosas han caminado con bastante torpeza. Los temas problemáticos se acumulan uno tras otro y no se acaban de conseguir acuerdos estratégicos que prevean y posibiliten su solución. Por eso es importante recordar los retos con cierta frecuencia. De lo contrario, con liderazgos polarizados, con despreocupación por los más pobres y con un sistema socioeconómico tremendamente marcado por la desigualdad, no avanzaremos más que hacia el fracaso.

Acabamos de pasar el día dedicado a lo que es fundamental en la vida humana: trabajar. Pero el trabajo está mal pagado en El Salvador. Mientras el conocimiento y las expectativas de la gente crecen, los salarios continúan siendo en general deficientes o simplemente injustos. Tomarse en serio el aumento del salario mínimo que propone el Gobierno, que las empresas e instituciones más responsables ya cumplen, es un reto que parecen no comprender un buen número de empresarios. Solo con salarios decentes podremos salir adelante. Y aunque la propuesta de 300 dólares en la ciudad y 250 en el campo no sea maravillosa, es un avance mucho más importante que ese diez o doce por ciento repartido en tres años, que es a lo máximo a lo que hemos llegado en un salario mínimo absurdamente dividido en diez niveles desiguales y con claras marcas racistas.

La salud es otro de nuestros grandes problemas. Las dos palabras que más abundan en algunos hospitales públicos son trágicas: “No hay”. Es eso lo que más escuchan enfermeras, médicos y familiares de ingresados, que con frecuencia tienen que salir corriendo para suplir, con su propio dinero, las carencias hospitalarias. El sistema es además desigual, estratifica un derecho básico y margina a los más pobres. La inversión pública en salud está muy por abajo de las necesidades. Y el gasto privado en salud es exageradamente alto, precisamente debido a la ineficacia del Estado a la hora de brindar un buen servicio público. Con el agravante de que el sistema de salud privado no atiende más que a un mínimo porcentaje de la población.

La educación, con sus graves déficits, mantiene al país en un nivel de desarrollo desigual, escaso y conflictivo. A pesar del aumento en la inversión que se dio a partir de la finalización de la guerra, el presupuesto educativo continúa siendo insuficiente. Los bajos salarios de los maestros quitan atractivo a una profesión que debería ser prioritaria en el país si queremos alcanzar en una generación el desarrollo y la equidad. Las carencias en la educación preescolar, con más de un millón de niños absolutamente desatendidos, dejan en clara desventaja a los jóvenes salvadoreños frente a sus coetáneos de países desarrollados. La deserción escolar (especialmente a partir de los 12 años) y el ausentismo en los bachilleratos empujan al desempleo y a la calle a medio millón de jóvenes menores de 18 años. En un país de seis millones de habitantes, con aguda violencia juvenil, el tema es profundamente preocupante.

Más allá de estos problemas, hay otros que desde su abundancia marcan la tendencia de nuestra sociedad a la desigualdad. La pobreza —se puede decir sin temor a equivocarse— afecta al 50% de la población. Un 75% de la población adulta mayor carece de pensión de jubilación. El sistema actual de pensiones, construido sobre administradoras privadas y el ahorro del cotizante, no asegura un retiro decente ni tiene capacidad de cobertura universal. La falta de debate serio sobre el tema y las resistencias a una reforma del sistema muestran la incapacidad de algunos de los liderazgos nacionales de dialogar sobre el bien común. El desinterés por regular el tráfico, que genera tanto accidentes como una peligrosa polución ambiental, es un síntoma más de la despreocupación por el bien común. La dificultad para conseguir inversión en temas de prevención del delito, frente a la facilidad con la que se emiten leyes y penas duras, evidencia la debilidad del cambio social frente a culturas violentas nacidas de la desigualdad.

Sin un diálogo serio sobre todos estos temas jamás saldremos de esta tensa situación; demasiadas personas seguirán optando por marcharse del país y la violencia permanecerá con índices propios de epidemia. Y no es que no se quiera dialogar en absoluto. Lo que pasa es que cuando se llega a la conciencia de que es indispensable una reforma tributaria para enfrentar con seriedad los problemas salvadoreños, el diálogo desaparece. La élite económica no quiere un Estado que redistribuya la riqueza desde parámetros de justicia social. Los políticos suelen estar más interesados en sus intereses particulares que en el bien común, aunque haya gente buena entre ellos. La sociedad civil tiende a estar dividida, salvo en momentos excepcionales. Pero la verdad de los problemas repite al final algo ineludible: sin una reforma fiscal profunda, progresiva y orientada al desarrollo de las grandes mayorías, El Salvador no saldrá adelante. El reto es grande y los acuerdos son necesarios. El diálogo es el que a veces resulta insuficiente. Llegamos con frecuencia al ver, pero nos paralizamos ante la necesidad de actuar rompiendo los esquemas actuales, que no nos llevan más que al estancamiento.

Lo más visitado
0