En su libro La civilización del espectáculo, Vargas Llosa denuncia que la cultura —entendida como la actividad que contribuye a que la persona alcance una verdadera y plena humanidad— está siendo deformada por “la civilización del espectáculo”, en la que el entretenimiento es el principal valor y divertirse, la pasión dominante. Y señala que esta civilización ha contribuido a la banalización de la política:
Al compás de la cultura imperante, la política ha ido reemplazando cada vez más las ideas y los ideales, el debate intelectual y los programas, por la mera publicidad y las apariencias. Consecuentemente, la popularidad y el éxito se conquistan no tanto por la inteligencia y la probidad, sino por la demagogia y el talento histriónico.
Cuando en la política importan más el gesto y la forma que los valores, convicciones y principios, estamos, según Vargas Llosa, ante la “democracia espectáculo”.
Por otra parte, la filósofa española Adela Cortina habla de tres posibles modelos de democracia representativa. Una de ellas es la “democracia emotiva”, donde las élites políticas manipulan los sentimientos y emociones de los electores con el fin de conseguir sus votos. La escritora llama a eso “mala retórica”, porque no se recurre a argumentos para persuadir al electorado, sino a miedos colectivos, al desprestigio del adversario, a promesas infladas que de antemano se sabe no podrán cumplirse. Según Cortina, esta forma de actuar funciona en las llamadas “democracias de masas”, donde los ciudadanos no actúan de forma concertada y organizada. En esa condición, se es presa fácil de la propaganda emotivista, orientada a provocar reacciones afectivas más que argumentativas frente a las propuestas políticas electorales. Y desde la perspectiva ética, Cortina nos recuerda que manipular emociones va contra el principio que prescribe no instrumentalizar a las personas y viola el principio legitimador de la democracia, que exige tratar a los ciudadanos como señores, no como siervos, menos aún como esclavos.
Los planteamientos de Vargas Llosa y Cortina resultan iluminadores a la hora de aproximarnos al proceso electoral que se desarrolla en Estados Unidos, especialmente para examinar la polémica y sorpresiva candidatura de Donald Trump. Como todos sabemos, el empresario lanzó su candidatura diciendo que entre los inmigrantes mexicanos llegaban delincuentes, violadores, traficantes de drogas. Luego prometió prohibir la entrada de musulmanes a Estados Unidos. Con frecuencia ha insultado a sus contrincantes y a la élite política, a los que acusa de mentirosos, corruptos, perdedores e incapaces. Se trata del personaje mediático que durante años llegó a millones de hogares a través del reality show El aprendiz. Las encuestas conocidas antes del primer debate muestran resultados bastantes cercanos: Clinton 45% y Trump 40% de las preferencias. Una de las preguntas que se hace buena parte del electorado es a qué obedece el éxito de Trump. Si su mensaje y sus gestos resultan para muchos ofensivos, antiéticos e irracionales, ¿cómo llegó a esta posición tan inesperada?
Angel Beccassino, en su libro Los Estados Unidos de Trump, afirma que uno de los elementos que explican el potencial y real éxito del candidato es haber entendido que la mayoría de la gente no piensa en las decisiones que tomará, sino que se deja llevar por las emociones que se mueven alrededor del espectáculo. Y las elecciones, la democracia y las noticias se han convertido en espectáculos que duran muy poco. Según este autor, para una parte importante del electorado, Trump proyectan una imagen de éxito, riqueza, eficiencia. Sabiendo que la gente se mueve por emociones, por marcas, el candidato republicano ha hecho de la elección un espectáculo y de la campaña un show que le ha convertido en la máxima atracción. Sus seguidores entienden que ataca a la inmigración mexicana porque esta abarata el precio de la mano de obra local. Que limitar el libre comercio, como Trump propone, es reactivar la producción nacional y el empleo. Y que él acabará la rivalidad con Rusia y pondrá fin a las guerras.
Sin embargo, reducir la democracia al espectáculo y las campañas electorales a la emotividad es una grave irresponsabilidad, por mucho que eso lleve al éxito a una persona o a un partido. Hace unos años, Adela Cortina planteaba la urgencia de universalizar la democracia, entendida como un sistema que funciona con gente excelente, con un pueblo que da lo mejor de sí. Y exhortaba a hacer la revolución a diario en la familia, en las profesiones, en las organizaciones, de tal manera que cada quien intente ser lo mejor posible. Dicho en otras palabras, no ceder a la fatalidad de que la política siempre será sinónimo de corrupción, mentira, trampa y astucia.
En este afán de hacer buena la política, es útil recordar a José Mujica, expresidente de Uruguay, quien mantuvo la honradez hasta el final, sin dejar de ser realista. Él decía: “Tengo que luchar por mejorar la vida de las personas en la realidad concreta de hoy, y no hacerlo es una inmoralidad. Estoy luchando por ideales, pero no puedo sacrificar el bienestar de la gente por ideales”.