Un reciente estudio elaborado por The Economist para la BBC intenta cuantificar con un índice que va de 0 a 10 el estado de la democracia liberal en 165 países y dos territorios. Los primeros fueron clasificados en cuatro categorías: "democracias plenas", "democracias imperfectas", "híbridos" y "regímenes autoritarios". Entre los puntos evaluados estuvieron acceso a las urnas, proceso electoral y pluralismo, libertades civiles, funcionalidad del Gobierno, participación política y cultura política. Según el informe, las elecciones libres y las libertades civiles son condiciones necesarias para una democracia, pero no alcanzan para conformar una democracia plena y consolidada si no están acompañadas de un clima de transparencia, un Gobierno aceptablemente eficaz, suficiente participación popular y una cultura política que sirva de apoyo.
Las democracias plenas y las imperfectas se enmarcan en lo que podríamos llamar un modelo más o menos consolidado de democracia liberal. En este contexto, se entienden por democracias plenas aquellas donde no solo las libertades civiles y políticas básicas son respetadas, sino que son la base de una cultura política que conduce al florecimiento de actitudes democráticas. En términos generales, la democracia plena mejor evaluada, con el número uno del índice, es Noruega. Le siguen Suecia, Islandia, Dinamarca, Nueva Zelanda, Australia, Suiza, Canadá, Finlandia y Holanda. En la región latinoamericana, Uruguay y Costa Rica son consideradas democracias plenas. Las democracias imperfectas son aquellas que, según el estudio, tienen elecciones libres y justas, libertades civiles básicas respetadas, pero presentan debilidades en aspectos como gobernabilidad, niveles de participación y cultura política. Chile, Brasil, Panamá, Argentina, México, Colombia, Perú, El Salvador y Paraguay, entre otros, están en esta categoría.
Por otra parte, se distancian del modelo de democracia liberal las sociedades con un sistema político híbrido o autoritario. En estos regímenes existen, según el estudio, irregularidades sustanciales en las elecciones que usualmente las alejan de ser libres o justas, el Gobierno presiona a los partidos de oposición y se dan debilidades más prevalentes que en las democracias imperfectas. Además, en esos países, el Estado de derecho es débil y el poder judicial no es plenamente independiente. El informe ubica en este grupo a Ecuador, Honduras, Guatemala, Bolivia, Nicaragua y Venezuela, entre otros.
Ahora bien, una visión crítica de la democracia liberal nos permite ponderar algunos aspectos sustanciales no siempre presentes en los análisis cuantitativos. Por ejemplo, una de las características que se suele destacar de este modelo político de gobernar es la realización de eventos electorales en los que —se supone— se expresa la soberanía del pueblo. Sin embargo, observando los procesos electorales con más cuidado, caemos en la cuenta de que no es lo mismo votar que elegir. En las democracias liberales se vota, pero no necesariamente se elige. De ahí que a los Gobiernos resultantes del proceso se les puede considerar votados por el pueblo, pero no necesariamente queridos por él, porque a la hora de votar no hay más remedio que hacerlo por las opciones que ofrecen o imponen las cúpulas de los partidos, y en ese ámbito la voluntad ciudadana queda excluida e institucionalizado el monopolio partidario de la representación.
Pero hay un aspecto más de fondo. Adela Cortina, académica española, señala que la raíz antropológica de la democracia representativa no es el hombre como animal político, sino el hombre como animal calculador, como hombre económico que calcula qué gratificación le proporcionarán las cosas. De este modo, puesto que también los gobernantes buscan sus propias gratificaciones, se hace necesario establecer controles para evitar que sean excesivamente rapaces. A este modelo se le ha llamado “democracia como protección”, puesto que establece mecanismos para que las personas puedan protegerse de los abusos que podrían cometer unas con otras, y también para proteger a todos los gobernados de una excesiva rapacidad por parte de los gobernantes. La democracia, desde esta perspectiva, no se entiende como una forma de vida buena por sí misma, sino como un instrumento para satisfacer intereses privados.
Por el contrario, explica Cortina, la raíz antropológica de la democracia participativa consiste en entender que las personas son fundamentalmente seres políticos que se realizan a plenitud cuando participan en la vida política de su sociedad. Un individuo egoísta, que se recluye en su vida privada, sería un idiota desde el punto de vista de quien defiende una democracia participativa; un idiota en el sentido griego del término: al separarse del conjunto, al aislarse, se idiotiza. Las consecuencias políticas que se derivan de estas distintas perspectivas son decisivas: en la democracia participativa se entiende que el pueblo gobierna, que el pueblo es quien tiene que saber, formarse y hacer las cosas. En cambio, en la democracia representativa, unos expertos dirigen a todos los demás, porque estos son, en gran medida, incompetentes. La democracia representativa, por ende, nace, sobre todo, como democracia elitista.
De acuerdo con el informe, en América Latina los niveles de participación política son generalmente bajos y la cultura democrática es débil. Por consiguiente, el reto de nuestras democracias parece ser la ampliación y consolidación de los espacios y procesos participativos. Una vez más debemos recordar que la consecución del bien común y la erradicación del mal común dependen, en gran medida, de la participación ciudadana en la recta política, esto es, en la que busca el bien común como condición para garantizar el bienestar individual. Y con énfasis debemos reiterar que sin participación ciudadana la clásica definición de la democracia como “gobierno del pueblo” constituye una expresión vacía.