Generalmente estamos de acuerdo con que los partidos políticos son indispensables para la democracia. Ellos administran la democracia, y así debe ser. Sin embargo, democracia y partidos políticos son dos cosas diferentes. La democracia se plasma en leyes y la defienden los ciudadanos con valores como la libertad, la racionalidad crítica, la solidaridad, la igualdad ante la ley, etc. “Que nos gobiernen leyes y no personas” era uno de los gritos de los primeros gestores del nacimiento de la democracia. Los partidos políticos están compuestos por personas con ideas y valores, pero también con intereses y ambiciones. Por eso, mientras la democracia puede aparecer plasmada en el papel muy bellamente, su administración es con frecuencia compleja. Y el problema estalla cuando los partidos se convierten en maquinarias de poder al servicio de sí mismos o de grupos minoritarios en el campo de la economía, las finanzas etc., en vez de ser servidores de la voluntad y las necesidades de la población.
Ese problema ya lo denunciaba Bolívar poco después de la independencia de nuestros países americanos, cuando en 1829 decía: “No hay buena fe en América, ni entre las naciones. Los tratados son papeles; las Constituciones, libros; las elecciones, combates; la libertad, anarquía; y la vida, un tormento”. Se refería, indudablemente, a todas las divisiones que estallaron en los nacientes países, todas ellas basadas en intereses personales y de grupo. Y lo mismo podríamos decir de una Centroamérica que nació unida pero que se dividió, rompió y entró en un lamentable proceso de atraso a causa de intereses locales egoístas y oligárquicos. Hoy, con partidos mejor organizados que lo que había en los orígenes de nuestra independencia, se continúa con una deriva exagerada hacia el interés del grupo social, económico o político más afín del partido, que lleva a olvidar el bien común.
Es cierto que partido significa parcialidad, pero no entrega a intereses propios o ajenos. Generalmente, un partido representa a una parte de la población que tiene un determinado criterio de cómo organizar la convivencia. Es lógico que los caminos hacia el bien común puedan ser diversos. Pero convertir el bien común en bien de unos pocos es una aberración autoritaria y antidemocrática. Ese tipo de aberración la han cometido, y con demasiada frecuencia en nuestras tierras, los ejércitos. En la práctica, destruían las incipientes democracias cuando se metían a gobernar, aliándose las más de las veces con intereses latifundistas y oligárquicos. Estas tendencias no han desaparecido.
Por otra parte, se suele acusar a dirigentes partidarios de corrupción; la corrupción ha sido un problema endémico de nuestros partidos. Demasiados sabían que había corrupción, pero el interés partidario y personal les impedía denunciarlo. El ejemplo de los sobresueldos nunca declarados a Hacienda era obvio y público, y siempre negado desde el poder. Que los millones de dólares donados por Taiwán para obra social aún no hayan sido devueltos por Arena es una muestra patente no solo de la corrupción, sino de la debilidad democrática del Estado, incapaz de exigir y forzar a un partido a cumplir con su obligación de devolver lo robado.
Si quieren sobrevivir, los partidos políticos deben cambiar. Impresiona ver las mismas caras y oír el mismo tipo de discursos de hace treinta años, sin que la realidad cambie estructuralmente. No podemos esperar cambios reales en favor de la población con las mismas recetas, los mismos discursos y los mismos olvidos del bien común. ¿Queremos democracia? La regeneración de los partidos es necesaria. Si no, continuaremos presos de esa sinfonía de palabras grandilocuentes que solo pueden augurar para el futuro triste atrasos y trágicos estallidos sociales.
* José María Tojeira, director del Idhuca.