Está de moda entre los muy ricos destinar la mayor parte de su inmensa fortuna —tan grande que les resulta imposible gastarla aun en las fantasías más disparatadas— a financiar causas benéficas. El gesto es aplaudido como un acto de generosidad y confiere a los donantes una envidiable aureola de bondad. Así, estos acaudalados millonarios son considerados buenos capitalistas, buenos ricos y grandes filántropos.
Pero tanta generosidad y tanta bondad ocultan otra realidad vergonzosa. La inmensidad de las fortunas acumuladas y luego donadas obliga a preguntarse cómo ha sido posible reunir tan desproporcionada y obscena montaña de dinero, por qué se ha tolerado una distribución tan desigual de la riqueza y si destinarla a una causa en sí misma buena justifica su existencia y tranquiliza la conciencia.
Está fuera de toda duda que los ricos se hacen cada vez más ricos y que los más ricos se vuelven ultrarricos. En efecto, el diez por ciento de la población acapara la mayor parte del ingreso nacional. Pero el uno por ciento de ese diez por ciento no solo se queda con la inmensa mayor parte de dicho ingreso, sino que la proporción que acaba en sus ya abultados haberes es cada vez mayor. En parte, esta escandalosa desproporción se explica por el trato privilegiado que los Gobiernos conceden a los grandes capitales, por el fraude fiscal y por la corrupción.
Solo capitalistas tan desconsiderados como los salvadoreños desconocen esta realidad del mundo actual. A ellos esa realidad no solo les parece normal, sino que además la justifican con el argumento de que es resultado de sus denodados esfuerzos, de su exquisita educación o de su brillante inteligencia para los negocios, y, por lo tanto, una recompensa merecida.
La concentración de la riqueza en esos volúmenes induce a la sociedad a desconfiar cada vez más de la institucionalidad democrática y del sistema capitalista; en particular, de su versión neoliberal. Hace ya tiempo, los especialistas advirtieron que la desigualdad podía conducir a una crisis de grandes proporciones. El fenómeno de las pandillas parece corroborar ese vaticinio.
En su raíz, es una rebelión violenta, devastadora y cruel de una proporción importante de la juventud salvadoreña ¾en realidad, de varias generaciones de jóvenes excluidos, discriminados y descartados¾ contra una forma de capitalismo excluyente, descarnado e insufrible, que también mata, pero de manera lenta, mediante el hambre, la enfermedad y el abandono. Así lo señala certeramente monseñor José Luis Escobar en su reciente carta pastoral sobre la violencia. De esa manera, dos lógicas de muerte se enfrentan y no se darán por satisfechas hasta destruir a su contraria, al mismo tiempo que devastan todo lo que se encuentra a su alrededor.
Esto contribuye a explicar la ferocidad de la respuesta gubernamental, obstinada en militarizar y reprimir. Intuye correctamente que está en juego la sobrevivencia del sistema que representa y del cual vive. El que se diga Gobierno de izquierda no obsta, pues es una cuestión de poder. La obcecación lo ha llevado a concentrarse en las manifestaciones del rechazo frontal de una estructura social inviable, sin atreverse todavía a explorar sus raíces. Y no lo hace porque intuye que si se adentra en ellas, tendrá que introducir una serie de reformas económicas, sociales y políticas para las cuales todavía no se encuentra preparado. Prefiere contener los síntomas, aun cuando alargue la agonía de la mayor parte de la población.
Tampoco se puede pasar por alto la sospecha de que esa brutal desigualdad en la distribución de la riqueza se debe a la ineficiencia de la gestión empresarial y del mercado mismo. La anulación de la competencia, el monopolio, el fraude fiscal y al consumidor, la conspiración para apoderarse ilícitamente de los recursos, el arreglo artificial de los precios, etc. son distorsiones y perversiones que explican al origen de esas fortunas fabulosas. Pero al parecer, esto no preocupa mucho. Lo importante es acumular. Es así como la actividad productiva, la empresa y la ganancia se vuelve un ídolo, que exige sacrificios humanos hasta que al final también devora a sus adoradores.
Aun así hay quienes consideran que no hay motivos para preocuparse por la intensa concentración de la riqueza y la creciente desigualdad, porque las donaciones de los millonarios operan como mecanismo de redistribución. Pero esos tales pasan por alto que es una redistribución insuficiente, en buena medida caprichosa y, en cualquier caso, autocomplaciente.