Estando en un congreso sobre educación superior en una universidad norteamericana, dos de los conferencistas hicieron declaraciones que me impactaron y que me siguen dando vueltas en la cabeza. El primero de ellos inició su charla preguntándonos, a los asistentes de toda Latinoamérica y el Caribe, si teníamos idea de cuántas reformas educativas se habían realizado en cada uno de nuestros países. Después de este breve ejercicio, nos demostró con datos que no hay región en el mundo que haya tenido tantas reformas educativas como Latinoamérica, y luego nos interpeló en tono elevado: ¿por qué seguimos como países en desarrollo después de las millonarias inversiones realizadas en reformas educativas?
El segundo conferencista puso en la discusión que la principal dificultad de Latinoamérica para alcanzar el desarrollo es el lenguaje, y que mientras no nos moviéramos al inglés estaríamos retrasando nuestra integración al conocimiento y a la tecnología global. Mencionó, además, que países del Caribe y África (de habla inglesa) están en mejores condiciones de acelerar su desarrollo que países de Latinoamérica. Sin duda, reformas educativas e idioma inglés no son solo temas polémicos, sino que son realidades que incomodan. En las siguientes líneas, me referiré al tema de la reforma educativa.
Primero, hay que reconocer que el país ha avanzado en educación, principalmente en cobertura, en elevación de los indicadores de escolaridad y, quizá, un poco en calidad. Pero todavía tenemos grandes problemas. El actor principal, el maestro, está en "cuidados intensivos": con bajos salarios, mala atención en su salud, con muy poco tiempo y dinero para actualizarse, sin acceso a infraestructura adecuada para enseñar, con pocos incentivos para ejercer su vocación con dignidad, etc. Las escuelas públicas están en mal estado (lo vemos a diario en la prensa escrita) y pintadas con los deprimentes azul y blanco que reflejan un nacionalismo enfermizo de la época del PCN. Se padece de ausencia de bibliotecas y laboratorios de ciencias en la mayoría de escuelas; universidades con dificultades para formar maestros; y un Ministerio de Educación obsesionado con evaluaciones (por ejemplo, la PAES) que cuestan millones y que, al ser realizadas año con año, muestran pobres avances (en el orden de las décimas). Este dinero dedicado a las evaluaciones continuas bien podría dedicarse a atender otras necesidades. Si bien es necesario medir avances y fomentar la cultura de la evaluación, para ello basta con realizar evaluaciones en muestras, no censos.
El proceso de reforma educativa en el que estamos inmersos redujo a dos años el bachillerato y lo volvió gratuito en el sector público. Sin duda, ambas fueron buenas decisiones. Sin embargo, ello produjo un problema grave que no se hace evidente: de los casi 60,000 estudiantes que se gradúan de bachillerato al año, solo 24,000 son admitidos al sistema de educación superior del país. Solo para recordar, la población estudiantil del sector de educación superior (IES) para el año 2007 fue de 132,246, distribuida de la siguiente manera: 121,814 en universidades, 1,814 en institutos especializados y 8,614 en institutos tecnológicos.
¿Qué hacen los 36 mil bachilleres anuales que no ingresan al sistema? Es esta una gran incógnita. Las instituciones de educación superior se encuentran saturadas, y se desconoce a cuántos estudiantes adicionales podrían admitir en sus instalaciones. Hasta ahora, gran parte de los estudiantes han sido admitidos por el sector de educación superior público; sin embargo, año con año la Universidad de El Salvador (UES) tiene problemas de cupos. Por un lado, debido a su limitado presupuesto, la UES no puede admitir a más estudiantes; y por el lado de la demanda estudiantil, la solicitud de acceso a educación superior es alta y legítima. Aunque las protestas y tomas de edificios de los estudiantes por tener más cupos en la UES molestan a algunos, los datos les dan la razón.
Para tener una idea de la magnitud del problema, algunos datos del Mined y Conacyt: un estudiante en una institución de educación superior cuesta alrededor de 1,385 dólares al año; admitir al menos a la mitad de los bachilleres que anualmente no logran ingresar (18,000) costaría alrededor de 25 millones dólares anuales, lo que equivale a la mitad del presupuesto actual de la UES. A esto hay que agregar que el presupuesto total anual de las instituciones de educación superior (públicas y privadas) es de 166 millones de dólares, de los cuales el 58% (casi 97 millones de dólares al año) proviene de dinero que sale del presupuesto de las familias salvadoreñas.
A continuación se presentan algunas ideas de cómo abordar el problema de los 36,000 bachilleres anuales que no logran ingresar al sector de educación superior.
(1) Acceso a la educación superior. China tiene un problema similar, pero de dimensión mucha mayor que la nuestra. Lo que China está haciendo es permitir la instalación de universidades extranjeras en regiones en donde el sector público no puede dar cobertura. Algo similar realiza desde hace varios años Panamá, con la ubicación de sedes de universidades de EE. UU. y Colombia en su territorio. Cuba, por su lado, para ampliar la tasa bruta de matriculación en la educación superior, abre escuelas públicas de todo el país durante la jornada nocturna para que funcionen como sedes de universidades y, de esta manera, se acerca la universidad a la población.
Al respecto del indicador de tasa de matriculación bruta, en el país es del 27% (gracias al nuevo censo de población); es decir, del total de jóvenes en edad de estar en la universidad (de 20 a 24 años), solo el 27% lo hace. Este valor, según datos de 2003, está por debajo del promedio de 28.7% de Latinoamérica, del 54.6% para países desarrollados; y del 36.5% para países en transición. El dato de nuestro país para 2003, a partir de las proyecciones de población de esa época, fue de 17.7%.
(2) El problema del empleo. Con el modelo actual de bachilleratos, los estudiantes adquieren pocas habilidades para desempeñarse en un trabajo que les permita insertarse adecuadamente en la fuerza laboral del país. En este caso, la idea sería modificar los planes de estudio de tal forma que los estudiantes de bachillerato adquieran, al menos, una habilidad técnica que les certifique que pueden desempeñar un determinado trabajo. También es necesario fortalecer y diversificar los bachilleratos industriales, que actualmente tienen una duración de tres años.
(3) Educación flexible. Las instituciones de educación superior pueden crear programas de estudio flexibles, de un año o medio año de duración, que permitan a muchos estudiantes adquirir una habilidad concreta que les permita incorporarse a la fuerza laboral del país. Es decir, dichas instituciones, sin modificar su oferta académica, pueden ofrecer programas de estudio elegidos a la medida de los estudiantes, de tal forma que adquieran habilidades y destrezas de manera rápida. Estos programas deben ser reconocidos por el MINED para garantizar la certificación de competencias de los estudiantes en un área determinada.
¿Necesitamos una nueva reforma educativa? Pienso que no. Lo que necesitamos es trabajar en función de los más necesitados; en este caso, aquellos excluidos del sistema formal de educación superior. Las necesidades son tres: acceso a educación superior, empleo en este sector joven de la economía y crear un sistema de educación flexible.