Estamos, litúrgicamente hablando, en pleno tiempo de Adviento, aunque su sentido parece eclipsarse por la superficialidad navideña que caracteriza al mundo del consumo. No obstante, hay que volver a lo esencial. Como se sabe, “Adviento” no significa “espera”, como podría suponerse, sino “presencia” o, mejor dicho, “llegada”. Para la fe cristiana, en este tiempo litúrgico se anuncia que la presencia de Dios en el mundo ya ha comenzado. El Adviento, por tanto, es memoria de la encarnación, uno de los principales fundamentos de la identidad cristiana que nos remite al gran misterio de Dios, que se hace uno de nosotros en Jesús de Nazaret. Por eso es que se afirma que Jesús es la encarnación y la humanización de Dios.
En la oración del Padre Nuestro afirmamos que Dios (el Dios de Jesús) es Padre-Madre de la humanidad. Es una Padre-Madre creador. El libro del Génesis se imagina a Dios creador con la metáfora del alfarero divino: “El Señor Dios hizo al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz el aliento de vida; y el hombre se convirtió en un ser vivo”. Es un Padre-Madre protector y liberador. Son emblemáticas en este sentido las siguientes palabras del Éxodo: “He visto la opresión de mi pueblo […], he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a liberarlos”. Es un Padre-Madre proveedor que dispensa un cuidado y una atención especialmente a los pobres y necesitados (en una sociedad desigual), a las viudas y los huérfanos (en una sociedad patriarcal), a los emigrantes (en una sociedad tribal). Es un modelo a seguir en su modo de ser. Jesús exhortaba a vivir animados por el amor “para poder ser así hijos de vuestro Padre celestial; que hace salir su sol sobre los malos y los buenos, y manda la lluvia sobre los justo y los injustos”.
En definitiva, según estos pasajes bíblicos, se trata de un Dios que está entre nosotros, con nosotros y por nosotros; no contra ni al margen de nuestra vida. Eso es lo que anuncia este tiempo litúrgico. Monseñor Romero, en una de sus homilías pronunciadas por estas fechas, dijo: “¡Qué consuelo da saber que Dios va con nosotros en la historia! Esto es, precisamente, el sentido de este tiempo de Adviento. Al mismo tiempo que se inicia el año litúrgico celebramos ese gran acontecimiento ‘del Dios con nosotros’, como lo anunció el profeta Isaías cuando dijo que una virgen concebiría y daría a luz a un niño que se llamaría así, Emmanuel, Dios con nosotros”. En el pensamiento teológico pastoral de monseñor Romero se destacan aquellos aspectos que ponen de manifiesto los motivos por los que el Adviento representa una alegría plena y una fiesta solemne. La razón principal es la cercanía de un Dios justo y misericordioso. Veamos.
El Adviento nos revela un Dios encarnado. Frente a una imagen distorsionada que lo proyecta como un ser remoto, impersonal y abstracto —y que suele estar presente en muchas de las predicaciones y catequesis—, monseñor Romero presenta la imagen del Dios bíblico, cuyo carácter es ser “ dinámico, un Dios que camina con su pueblo, un Dios que actúa y que inspira a los hombres en sus esfuerzos liberadores, un Dios que no mira con indiferencia el clamor de los que sufren, que como en Egipto escucha la esclavitud, el latigazo, la marginación, la humillación. Y está dispuesto en su momento a enviar un guía, un redentor”. Por ello, “ningún pueblo debe ser pesimista, aun en medio de las crisis que parecen más insolubles, como la de nuestro país. Dios está en medio de nosotros (...). Dios está cerca y es fuente de alegría”.
El Adviento nos revela un Dios que el pueblo siente en las vicisitudes de la historia. Dios envió a su propio Hijo para darnos una revelación más íntima. Y en Cristo, dice el obispo mártir, “tampoco vino en una forma estática, sino que vino a meterse en la historia, a salvar la historia, a poner el germen de salvación en las historias de todos los pueblos y sembrar su esperanza y su fe en el corazón de todas las razas. Ese Cristo es la plenitud de la revelación, es el signo de que Dios está en medio de nosotros amándonos, comprendiéndonos, haciendo suya toda la vivencia de los hombres en cualquier sentido, menos en el pecado, del cual, precisamente, trata de liberarnos para que seamos lo que tenemos que ser”. Se trata de un Dios que vive la historia participando en lo débil, en lo pequeño, en lo oprimido.
El Adviento nos revela un Dios que nos plantea desafíos. Para monseñor Romero, este tiempo litúrgico es propicio “para decir que aun en el mundo más podrido se puede vivir la alegría más íntima, y se puede ser testimonio de Cristo ante una sociedad corrompida”. En un mundo que necesita transformaciones, se pregunta: “¿Cómo no le vamos a pedir a los cristianos que encarnen la justicia del cristianismo, que la vivan en sus hogares y en su vida, que traten de ser agentes de cambio, que traten de ser hombres nuevos?”. Y desde la letra y el espíritu de Medellín, recuerda: “De nada sirve cambiar estructuras si no tenemos hombres y mujeres nuevos que manejen esas estructuras […] Si se cambian las estructuras, si se hacen transformaciones […] pero vamos a ocuparlas con la misma mente egoísta, lo que tendremos serán nuevos ricos, nuevas situaciones de ultraje, nuevos atropellos”. Para monseñor, hace falta “personas renovadas que sepan ser fermento de sociedad nueva”.
El Adviento, pues, nos revela el misterio de la encarnación, que para los cristianos es la expresión máxima de la solidaridad humana de Dios. Dicho en palabras del beato Romero: “Dios está presente, no duerme, está activo, observa, ayuda y a su tiempo actúa oportunamente”.