Ejemplo absoluto

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La Semana Santa nos enfrenta, cada año, con el ejemplo absoluto que representa la persona y la vida de Jesús de Nazaret. Nos conecta con su primera pasión, el reinado de Dios y su justicia, la causa a la que dedicó su vida entera. Fue esta primera pasión la que lo condujo inevitablemente a la segunda: la violencia injusta de Pilato, que le significó la muerte. Y así como la muerte de Jesús está en íntima relación con su vida, su anuncio y sus prácticas, la resurrección también está estrechamente conectada con su primera pasión.

Según la exégesis moderna, dos temas recorren las historias de Pascua. El primero, Jesús vive. Cristo sigue siendo percibido después de su muerte, aunque de forma radicalmente nueva. Ya no es la figura de carne, hueso y sangre, confinada a un tiempo y espacio, sino una realidad que puede entrar a habitaciones cerradas con llave, viajar con seguidores sin que lo reconozcan, ser percibido en Galilea y Jerusalén, desaparecer en el momento del reconocimiento y permanecer con sus seguidores siempre, “hasta el fin del mundo”.

Marcos afirma que a Jesús no se lo encontrará en la tierra de los muertos: “No tengan miedo. Ustedes buscan a Jesús Nazareno, el crucificado. No está aquí, ha resucitado. Miren el lugar donde lo habían puesto”. Lucas cuestiona: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”. Para los Evangelios, Jesús es una figura del presente, no del pasado, pues continúa viviendo y actuando.

El segundo tema, según el análisis exegético, puede resumirse en los siguientes términos: Dios ha dicho “sí” a Jesús, y “no” a los poderes que lo mataron. Dios ha vindicado, ha defendido a Jesús. Este estrecho vínculo entre vida-muerte y resurrección de Jesús está presente en las primeras predicaciones de los apóstoles. Decía Pedro a las autoridades judías: “A quienes ustedes asesinaron, Dios resucitó, constituyéndolo en Señor y Mesías”. La Pascua, pues, no habla de la vida después de la muerte o de un final feliz; habla del “sí” de Dios a Jesús en contra de los poderosos que lo asesinaron.

El papa Francisco dio actualidad, desde los crucificados de la historia, a la cruz y resurrección de Jesús. Con vehemencia ha proclamado:

Oh Cruz de Cristo, símbolo del amor divino y de la injusticia humana, icono del supremo sacrificio por amor y del extremo egoísmo por necedad, instrumento de muerte y vía de resurrección, signo de la obediencia y emblema de la traición, patíbulo de la persecución y estandarte de la victoria. Aún hoy te seguimos viendo en los rostros de los niños, de las mujeres y de las personas amedrentadas que huyen de las guerras y de la violencia, y que con frecuencia sólo encuentran la muerte y a tantos Pilatos que se lavan las manos. Aún hoy te seguimos viendo en los fundamentalismos y en el terrorismo de los seguidores de cierta religión que profanan el nombre de Dios y lo utilizan para justificar su inaudita violencia. Aún hoy te seguimos viendo en los poderosos y en los vendedores de armas que alimentan los hornos de la guerra con la sangre inocente de los hermanos. Aún hoy te seguimos viendo en los necios que construyen depósitos para conservar tesoros que perecen, dejando que Lázaro muera de hambre a sus puertas. Aún hoy te seguimos viendo en los destructores de nuestra casa común que con egoísmo arruinan el futuro de las nuevas generaciones.

Y con respecto a los significados esperanzadores, pregonó:

Oh Cruz de Cristo, imagen del amor sin límite y vía de la Resurrección, aún hoy te seguimos viendo en las personas buenas y justas que hacen el bien sin buscar el aplauso o la admiración de los demás. Aún hoy te seguimos viendo en los ministros fieles y humildes que alumbran la oscuridad de nuestra vida, como candelas que se consumen gratuitamente para iluminar la vida de los últimos. Aún hoy te seguimos viendo en los misericordiosos que encuentran en la misericordia la expresión más alta de la justicia y de la fe. Aún hoy te seguimos viendo en los soñadores que viven con un corazón de niños y trabajan cada día para hacer que el mundo sea un lugar mejor, más humano y más justo.

En suma, podemos afirmar que celebrar la Pascua es intuir con gozo que el resucitado está en medio de nuestra vida, sosteniendo para siempre todo lo justo y limpio que florece en nosotros. Podemos decir, pues, “¡feliz Pascua!”. Porque, como dice la letra de la canción Aleluya, hay hechos pascuales cotidianos que llenan de júbilo:

Por los ojos que han llorado. Por las manos que acarician. Por el niño que sonríe, aleluya.
Por el surco y el arado. Por el trigo que ha nacido. Por el hombre que ha luchado, aleluya.
Por la boca que ha besado. Por el techo compartido. Por el alma enamorada y el fuego, aleluya.
Por las alas que han volado. Por la lluvia y el rocío. Por el mar y el marinero, aleluya.
Por la carta que ha llegado. Por el árbol florecido. Por la fe del marginado, aleluya.
Por la luz de una mirada. Por el sol recién nacido. Por la voz y la palabra, aleluya.
Por el odio marchitado. Por la dicha de un minuto. Por la calma de una noche de luna, aleluya.
Por el sueño perseguido. Por el preso liberado. Por el fruto conseguido, aleluya.

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