La crisis migratoria en América Latina va en aumento. En México se amontonan cientos de miles de migrantes. Los niños detenidos en recintos prácticamente carcelarios se cuenta por decenas de miles. Los venezolanos salen de su país por millones. A los haitianos los cazan a caballo los gringos. Y decimos “cazar” porque no hay otra palabra para definir la indignidad que nos muestran las fotografías de policías estadounidenses a caballo persiguiendo y capturando haitianos. Si el mundo es de todos, si nos llenamos la boca hablando de la aldea global, los migrantes nos descubren la hipocresía y la falsedad del mundo del bienestar que gusta llamarse a sí mismo “desarrollado”. El mismo mundo de la riqueza que defiende aprovechar las oportunidades y acudir libremente a donde se puede hacer dinero muestra colmillos de perro a los pobres de nuestros países cuando se acercan a sus fronteras, movidos por esas mismas propagandas de la libertad para aprovechar oportunidades. Incluso nosotros, en nuestros países generadores de migración, cuando llegan migrantes de otros países, tenemos la tentación de actuar como los inmorales del norte.
Pero si de inmoralidad se trata, también nosotros tenemos que revisar nuestras cuentas pendientes. La desigualdad, la pobreza y la falta de oportunidades generadas por estructuras profundamente injustas; la violencia; las políticas irresponsables, autoritarias y polarizantes son las causas de fondo por las que la mayoría de nuestros hermanos centroamericanos y latinoamericanos huyen de sus países. Nuestra gente deja tierra y amigos, cultura asimilada y tradición festiva para alojarse en un país que nunca los verá como ciudadanos propios, pero que al menos les deja ganar lo suficiente para vivir un poco mejor e incluso ayudar a sus parientes que permanecen en sus pobres patrias rotas. Es impresionante que haya que gastar 11,000 dólares para emprender un viaje de peligros y dificultades con un porcentaje relativamente alto de fracasos. Pero el riesgo de quedarse es todavía mayor para mucha gente, y por eso la sangría poblacional no cesa.
Ante la situación hay dos caminos básicos. El primero es el de la solidaridad con los migrantes. Cristianos que creen en las palabras de Jesús de Nazaret, “Era peregrino y me hospedaron”, no pueden ni deben quedarse indiferentes ante el drama actual. Y más sabiendo que Jesús insiste en que “lo que hicieron a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron”. Personas que creen en la igual dignidad de todos los seres humanos no pueden ni deben cerrar los ojos ante la tragedia. No hablar, no denunciar la hipocresía y la dureza de los países ricos es negar la propia humanidad. Solidarizarnos en todas partes con nuestros hermanos migrantes que huyen de la inhumanidad para caer en otras manos igual o más inhumanas, es imprescindible. Acoger, fomentar la virtud de la hospitalidad, apoyar al caminante en sus procesos resulta un deber ético de primer orden.
El segundo camino, también necesario, es comprometernos con el desarrollo solidario y equitativo de nuestros países, crear una convivencia social justa, construir instituciones realmente al servicio del desarrollo de las capacidades de las personas. Ese es el reto que muchos tenemos como país. La desigualdad, el autoritarismo, la condena a la pobreza que producen nuestras instituciones deben ser combatidos. Que nadie migre por necesidad o por miedo es una tarea pendiente que debemos enfrentar en El Salvador y en Latinoamérica.
* José María Tojeira, director del Idhuca.