¿Se puede amar a los ricos mientras hay pobreza en cantidades escandalosas? Esta es una pregunta que en torno a la beatificación de monseñor Romero se han vuelto a hacer algunos cuando han oído la afirmación: “Monseñor Romero amaba también a los ricos”. La pregunta trasciende el campo de lo religioso, porque también algunos filósofos contemporáneos se la hacen al establecer, no sin razón, que en el mundo hay una auténtica “guerra de ricos contra pobres”. La tradición cristiana tiene una respuesta positiva pero condicionada. El relato evangélico de la invitación de Jesús al joven rico para que lo siguiera da la pauta. Para ser perfecto, le dice, entrega tus riquezas a los pobres y sígueme. Y cuando el joven se aleja, porque era muy rico, Jesús dice la famosa frase: “Es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos que un camello pase por el ojo de una aguja”. Cuando los apóstoles se asustan ante la dificultad de la salvación, porque la riqueza era vista en el Antiguo Testamento como una bendición de Dios, Jesús responde diciendo que lo que es imposible para los hombres es posible para Dios. Y así vemos cómo llama a Leví y cómo este le sigue devolviendo primero dinero a los pobres.
La tradición de la Iglesia mantiene de un modo permanente estos principios. La riqueza es un don, pero para ser compartida, no para disfrutarla de un modo egoísta. San Juan Crisóstomo, un obispo y doctor de la Iglesia del siglo IV, que en sus prédicas de contenido social se parece mucho a monseñor Romero, decía a los potentados de su tiempo: “¿No es vergonzoso recubrir sin razón ni motivo las paredes de mármoles y dejar que Cristo ande por las calles desnudo?”. O en otra ocasión: “No pienses, pues, que es tuyo [lo que se da de limosna] cuando le das lo suyo”. Las riquezas no son propias, sino de toda la humanidad y destinadas a ser compartidas. El rico no es más que un administrador, según la tradición de los Santos Padres. Otro obispo y papa del siglo VI, también doctor de la Iglesia, san Gregorio Magno, decía: “Cuando cubrimos las necesidades de los indigentes, les estamos devolviendo sus cosas, no regalando lo nuestro; más que realizar una obra de misericordia, cumplimos con una deuda de justicia”. Y al recomendar cómo había que predicar, le dice a los predicadores que a los ricos, generalmente, conviene “meterles miedo contra su soberbia”. En otras palabras, a quienes viven en el lujo y la desigualdad, la única manera de amarles es diciéndoles verdades amargas, incluso llamándoles ladrones, como en cierto modo sugería san Agustín al decir: “Los bienes superfluos de los ricos son necesarios a los pobres. Posees lo ajeno cuando posees lo superfluo”.
¿Amaba monseñor Romero a los ricos? Claro que sí. Y cuando les veía sufrir por un secuestro o el asesinato de uno de sus miembros, se solidarizaba con ellos. Con los pocos ricos generosos y que tenían conciencia social no tenía ningún problema en compartir la amistad, llegar a la casa y conversar con ellos. Y a esos pocos ricos que lo entendían y también lo amaban, les parecía obvio que monseñor Romero tuviera un amor preferencial por los pobres. Pero en general, la postura de los ricos de El Salvador no se caracteriza ni por su conciencia social ni por su generosidad. Mucho menos por su austeridad. Y por eso monseñor Romero les decía toda una serie de verdades que una buena proporción de ellos interpretaba como un insulto o una agresión. Qué duda cabe hoy que, como decía el obispo mártir, la idolatría de la riqueza practicada por esos ricos estuvo en la base de la mucha violencia y brutalidad que sufrimos los salvadoreños en las décadas de los setenta y ochenta. Este beato de la Iglesia y santo universal no hacía más que ser coherente con el mensaje evangélico que afirma taxativamente que no se puede servir al mismo tiempo a Dios y al ídolo de la riqueza. Continuaba la gran tradición de la Iglesia católica que ha advertido que quienes, desde la ilimitada libertad de los competidores, resultan los más poderosos económicamente suelen ser con frecuencia “los más violentos y los más desprovistos de conciencia” (Pío XI). La moderna doctrina social de la Iglesia es muy clara al respecto.
El Salvador celebra el 23 de mayo la beatificación de monseñor Romero. Es un momento de alegría cristiana por el triunfo de un mártir, así como de orgullo nacional, por contar con el único santo de la Iglesia católica que tiene un día mundial proclamado por la ONU en honor a él, y que lo vincula con el interés universal por los derechos humanos de las víctimas. Debería ser también un día de unidad en torno a la justicia social. Cuando se dice que monseñor Romero fue mártir por amor se está necesariamente hablando de los pobres de un modo muy especial. Porque el amor de este santo no era pastoralmente indiferenciado. Era un amor evangélicamente inteligente, que sabía decirles a los ricos y a quienes reprimían a los pobres que iban por el camino de la perdición. Y que sabía animar a los pobres a defender su dignidad de hijos de Dios y sus derechos humanos. El amor cristiano, para serlo de veras, necesita saber enfrentarse al mal, ser misericordioso y solidario con los pobres y los que sufren, y profético y exigente frente a quienes se creen superiores, abusan de su poder o disfrutan alegre y excluyentemente los bienes que tienen un destino universal. Monseñor Romero, desde su voz profética y su radicalidad evangélica, desde su amor preferencial a los pobres y desde su exigencia cristiana de justicia social, amaba también a los ricos diciéndoles con claridad las injusticias en que se movían. Decir la verdad a los injustos es también una forma de amar. Aunque a muchos de ellos no les guste ser amados de esa manera.